DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
DEDICACIÓN DE LA BASILICA DE S.
JUAN DE LETRÁN
9-11-14 (Ciclo A)
La fiesta que hoy
celebramos en este domingo, tiene dos referencias fundamentales que han de
centrar nuestra atención. La primera y que se nos presenta a través de la
Palabra de Dios proclamada, se refiere a nuestro ser “templo de Dios”. Las
personas no somos sólo un cuerpo material provisto de necesidades físicas que
han de satisfacerse para poder subsistir, como si de un mecanismo locomotor se
tratara. Ante todo somos un lugar donde habita el Espíritu de Dios, y que la
tradición cristiana ha llamado “alma”, y que si bien forma una unidad con
nuestra realidad material para constituir nuestro ser personal, esta dimensión espiritual
nunca está subordinada a la materialidad.
Es el Espíritu
que habita en nosotros el que nos constituye en hijos e hijas de Dios, un
Espíritu que nos abre el corazón para acoger la llamada de Dios y dispone
nuestra voluntad para responderle positivamente.
Es el Espíritu
del Señor que nos habita el que nos ha hecho imagen y semejanza suya desde el
momento de nuestra creación para llevar adelante su plan salvador en cada uno
de nosotros. Y esta realidad humana en la que habita Dios mismo, es la que nos
hace templos suyos y por lo tanto santuarios de su amor.
El ser humano no
es una materialidad caduca y dejada al libre albedrío de los elementos que lo
componen. El ser humano tiene conciencia, libertad y voluntad para orientar su
existencia hacia horizontes de plenitud capaces de superar el obstáculo mayor
de lo puramente material como es la enfermedad y la muerte.
Por esa razón,
nuestro ser templos de Dios, donde su Espíritu mora y nos impulsa a reconocerlo
como Padre y Señor, conlleva la responsabilidad de cuidarlo y respetarlo
conforme a su dignidad.
El hombre no
puede hacer lo que le da la gana con su cuerpo, aunque emerjan con fuerza
defensores de esta falsa libertad. Y todos sabemos lo que sucede cuando uno
pierde el respeto sobre sí mismo, que inmediatamente lo desprecia respecto de
los demás.
La consideración
cristiana por la cual se defiende el respeto de nuestro ser corpóreo, incluso
mucho antes de tener una conciencia desarrollada como es el caso de los no
nacidos, y más allá de quienes la han podido perder por razón de cualquier
enfermedad o limitación, encuentra su fundamento en esta realidad teológica que
afecta a nuestra antropología más básica, somos templo de Dios. Así el mismo
Jesús cuando se enfrenta con dureza contra aquellos que profanan el templo
sagrado de Jerusalén, convirtiéndolo en “cueva de ladrones”, nos muestra que el
mejor lugar donde Dios habita está en el corazón del hombre que lo acoge, lo
ama y reverencia.
Y el segundo
aspecto de la fiesta de este día, se une estrechamente al ya expresado. Todos
nosotros que somos templos de Dios, y que por esa razón vivimos el gozo de
sentirnos portadores del Espíritu Santo que nos anima, alienta y sostiene,
conformamos el Pueblo Santo que es la Iglesia.
Una Iglesia que
también se manifiesta en su dimensión externa y simbólica, constituida por
templos de piedra que reconocemos como nuestra casa, a los que venimos con
frecuencia, que los sentimos como propios y donde unidos en la oración,
compartiendo nuestras vidas a la luz de la Palabra de Dios, y celebrando los
sacramentos que nos alimentan y confortan en el caminar de cada día, vamos
creando lazos de auténtica fraternidad.
Esta Iglesia
tiene como lugar simbólico de unidad y comunión la Basílica de S. Juan de
Letrán, primer templo del mundo cristiano, catedral del Obispo de Roma, el
Papa, y que en este día nos invita a estrechar los lazos que a toda la
comunidad cristiana del mundo nos une en el Señor.
Lo mismo que
comprendemos que nuestra realidad personal es portadora de la dignidad de los
hijos de Dios, también reconocemos que no somos los únicos en ostentar esta
cualidad, y que todos los que hemos sido constituidos en hermanos por
Jesucristo, formamos la gran familia eclesial. Una familia en la que todos
contamos y a la que cada cual contribuye con los dones que del Señor ha
recibido. Una familia en la que los diferentes ministerios y carismas se
articulan animados por el Espíritu Santo para vivir con fidelidad la misión que
hemos recibido de Jesucristo.
Hoy pedimos de
manera especial por aquellos que han sido llamados al servicio ministerial. Por
nuestros Obispos, sucesores del colegio apostólico, que en medio de las
dificultades del presente nos ofrecen el testimonio de sus vidas, la entrega
servicial de sus personas y, sobre todo, el anuncio permanente de la Palabra de
Dios de forma autorizada y fiel.
La fiesta de la
dedicación de S. Juan de Letrán nos vincula de forma especial al sucesor de
Pedro, el Papa. Nuestra Iglesia católica reconoce en el Primado de Pedro una
función esencial para el desarrollo de la misión encomendada por el Señor. El
Papa es garante de la comunión en la Iglesia, “principio y fundamento perpetuo
y visible de unidad” (LG 23), es Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia.
Esta sucesión ininterrumpida desde que el Señor encomendara a S. Pedro que
“apacentara a sus ovejas y cuidara de sus corderos” ha llegado hasta nuestros
días en la persona del 266º sucesor del Pescador de Galilea, el Santo Padre
Francisco.
Que importante es
para el sano mantenimiento de nuestra fe y comunión eclesial agradecer el don
del ministerio pastoral. La Iglesia, a pesar de haber vivido situaciones
delicadas en su larga historia, ha contado siempre con personas entregadas y
dedicadas por entero al Señor y a los hermanos, viviendo con fidelidad su
misión evangelizadora. Ese generoso servicio ministerial, sostenido por la
oración de todos los fieles, por el fraternal afecto hacia sus pastores y por
la corresponsabilidad que nace del bautismo común, es lo que contribuye a la
construcción del Reino de Dios en medio de nuestro mundo.
La profecía de
Ezequiel sigue haciéndose realidad cada vez que un corazón generoso escucha con
confianza la llamada de Dios; “Vi que manaba agua del lado derecho del templo y
habrá vida dondequiera que llegue la corriente”.
Porque del templo
que somos cada uno de nosotros, y de este templo que es la Iglesia de Cristo
sigue manando agua cada día. Un agua capaz de regar la aridez de nuestro mundo
para hacer que emerja con vigor la fuente de la fe, la esperanza y el amor.
Que la vivencia
personal y comunitaria de nuestra fe nos hagan generosos en la transmisión de
la misma a los demás.
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