SOLEMNIDAD
DE JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO
23-11-14
(Ciclo A)
El
tiempo llamado ordinario culmina en esta fiesta de Jesucristo Rey y Señor del
Universo, y así la semana que viene comenzaremos el tiempo de Adviento
preparatorio de las fiestas de Navidad.
La
Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos evoca el final de todos los
tiempos. Ese momento de la historia en el que toda la realidad sea acogida por
el Creador y llevada a plenitud en su Reino. No conocemos el cuándo ni el cómo,
pero sí sabemos que un día Dios reunirá en torno a sí a todos sus hijos para
transformar de forma definitiva este mundo conocido y dar paso a esa realidad
anunciada por Jesús, esperada por quienes formamos su Pueblo santo, y ya
compartida junto al Señor, por los hermanos que nos precedieron.
Proclamamos
a Jesucristo como único Señor de nuestras vidas. Sólo a él le rendimos culto y
sólo en él ponemos nuestras esperanzas y anhelos sabiendo que como Buen Pastor
sale al encuentro de los perdidos y abandonados, para congregarnos a todos en
una misma familia fraterna y abierta, donde descansen los agobiados, se
reconcilien los enfrentados y juntos alabemos a Dios nuestro Padre por siempre.
El
reinado de Cristo comenzado en su vida mortal, se manifiesta también en cada
corazón que lo acoge y en cada uno de sus discípulos, llamados a prolongar su
obra y a anunciar la Buena Noticia de su Reino. Jesús nos habla siempre en cada
situación cercana y próxima. Y nuestra dicha y bienaventuranza se hace realidad
si somos capaces de reconocerlo en el hermano necesitado, en el enfermo y
abatido, en el hambriento y marginado. Dios mismo se nos acerca a cada uno de
nosotros con semblante humilde y frágil, y seremos dichosos si lo reconocemos
tan real y tan humano.
El reinado de Cristo no se asemeja al de
los poderosos de este mundo. Su trono se asienta en el calvario junto a las
cruces y sufrimientos de todos los crucificados. Su corona se clava en sus
sienes con las espinas de la opresión, la violencia y la injusticia que padecen
tantos inocentes, y cuyo dolor es
recogido y elevado ante el Padre. Reconocer en Jesús crucificado el reinado de
Dios emergente, implica de nosotros una respuesta solidaria y fraterna.
Jesús
llama bienaventurados a quienes son capaces de mirar con el corazón el rostro
de los demás y superan sus prejuicios raciales, ideológicos o culturales,
porque por encima de todo prevalece el amor al prójimo, al ser humano, al
hermano. Cada vez que a uno de estos hacemos cualquier bien, que no cerramos
nuestra puerta a su llamada ni volvemos el rostro a su mirada, a Dios mismo
hemos asistido y jamás quedará en el olvido del Señor.
Pero
si en la generosidad y la solidaridad está nuestra ventura, en el odio o la
indiferencia se encuentra nuestra desgracia. Cada vez que cerramos el corazón
al necesitado y su llanto cae en el desprecio y en el olvido, es a Dios mismo a
quien damos la espalda y aunque su amor todo lo puede y perdona, le cuesta
olvidar el sufrimiento de sus hijos a causa de la dureza de sus hermanos.
Al
proclamar hoy a Jesucristo como nuestro Señor, hemos de revisar con fidelidad
el lugar que realmente ocupa en nuestras vidas, buscando esos espacios en los
que todavía no ha podido entrar porque hemos dejado que los acaparen otros
señores o ídolos.
Nuestra
cultura y forma de vida, son muy propicios para vivir en la fragmentación.
Son
muchos los que reducen su fe a la práctica de unos ritos religiosos más o menos
arraigados en nuestras costumbres, pero carentes de profundidad espiritual, lo
cual conlleva la ruptura entre la fe y la vida, relegando la experiencia
religiosa al ámbito de lo privado y evitando que toda nuestra existencia sea
iluminada por ella.
Dejar que sea Cristo el centro de nuestra
vida ha de suscitar en nosotros la necesidad natural de estar en diálogo permanente
con él. Llevando a la oración diaria lo que somos y sentimos, nuestros
proyectos y problemas para que a la luz de su Palabra experimentemos el gozo de
su cercanía y podamos seguir el camino que nos conduce hacia él, en el
encuentro con los hermanos.
Nuestra
libertad y responsabilidad han de desarrollarse desde la comunión con el resto
de la comunidad cristiana. Todos nosotros formamos parte del mismo grupo de
creyentes y aunque no podamos conocernos unos a otros, sí nos sentimos
cordialmente unidos en la misma alabanza y oración al Señor. Desde esta
pertenencia comunitaria y fraterna, colaboramos mutuamente para atender a los
más necesitados, acompañamos el crecimiento en la fe de los más jóvenes y
celebramos una misma esperanza en el amor. Esta experiencia de la fe vivida en
unidad va construyendo el reino de Dios por medio de su Iglesia presente y
actuante en el mundo a través de la implicación comprometida de sus miembros.
Jesús
promovió con insistencia la experiencia de la auténtica fraternidad, un
cristiano ante todo es hermano y hermana de los demás, debe asentar sus
relaciones en el amor, y fundamentar sus opciones en la justicia, la
solidaridad, la misericordia y la búsqueda del bien común. Y aunque la realidad
de inseguridad y violencia se mantengan dramáticamente en nuestro mundo, no por
ello podemos olvidar la esencia de nuestro ser creyente, porque si dejamos de
vivir este principio fundamental que cada día repetimos en el Padre nuestro,
Cristo será el sujeto de una bella idea, pero no el Señor de nuestras vidas.
Hoy como en cada eucaristía, volveremos a
rezarlo justo antes de disponernos a compartir su Cuerpo entregado por
nosotros. Hagamos un esfuerzo para sentir con autenticidad que somos hermanos,
y aunque nos cueste muchas veces vivirlo, y tengamos que aceptar nuestra mala
conciencia asumiendo nuestra necesidad de conversión por ello, no dejemos de
repetir y anhelar día tras día, que el Dios Padre de todos, nos ayude a
construir los puentes que nos acerquen y a evitar todo aquello que nos separe.
La
fe se transmite con la palabra unida al testimonio de la vida, que al
ofrecérsela a los demás como el proyecto que merece la pena ser vivido por
todos, lo avalemos siempre con la autenticidad de nuestro corazón que confiesa
a Jesucristo como nuestro Señor y Salvador.
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