DOMINGO
III DE PASCUA
19-4-15
(Ciclo B)
El domingo
pasado, destacábamos la actitud alegre como exponente de la realidad pascual
que vivimos los creyentes. Una alegría serena y realista que sin perder de
vista la verdad de nuestro mundo, con sus muchas oscuridades, no por ello se
dejaba arrebatar el gozo que siente nuestro corazón al celebrar el triunfo de
Cristo sobre la muerte.
Esta alegría
pascual puede parecer empañarse ante la llamada a la conversión que la Palabra
de Dios nos invita a vivir hoy. Y esto porque hemos reducido la realidad de la
reconciliación a momentos puntuales como la cuaresma o el adviento, mientras
que si profundizamos en la experiencia pascual, la verdadera conversión se
suscita en el encuentro con Cristo resucitado.
Pedro en el
relato de los Hechos de los Apóstoles inicia su predicación arrancando de la
dramática realidad vivida ante el martirio del Señor. “Matasteis al autor de la
vida”, con esta contundencia denuncia la responsabilidad de la que todos
participan. Unos por ser instigadores, otros ejecutores y todos complacientes
espectadores que sin hacer nada dejaron ajusticiar a Jesús, como si de un
criminal se tratara.
La denuncia del
apóstol exige una gran valentía para asumir por una parte, que él mismo lo
había negado y por otra que el perdón de Dios se extiende a todos sin
distinción, si con sinceridad asumimos nuestra vida y la reorientamos hacia el
amor que Dios nos ofrece.
Pedro anuncia a
Jesucristo muerto y resucitado, fin último del plan salvador de Dios anunciado
desde antiguo, y en quien se han cumplido todas las promesas del Creador.
Nuestro actuar humano está muchas veces empañado por la ignorancia, el miedo o
la desidia. Pero la luz pascual ante la resurrección del Señor, nos ayuda a
contemplar nuestras vidas con una actitud nueva, con esperanza y fidelidad.
Esperanza porque
ahora nuestros temores han sido superados ante la experiencia de encuentro con
Jesucristo resucitado, y confianza dado que sabemos que Dios no nos ha
abandonado, y que su Espíritu permanece alentando la fe y el amor de su pueblo.
Así lo
experimentaron aquellos discípulos del Señor en los diferentes encuentros con
él vividos. Los evangelistas nos narran cómo muchas veces permanecía la duda o
el temor, como la sorpresa les deja sin palabras y lo que les cuesta abrir el
corazón para creer que su Maestro sigue vivo.
Pese a todo el
saludo del Señor es siempre el mismo, “paz a vosotros”. No les reprocha ni su
abandono ni su temor. Jesús comprende la dificultad humana para entender con
tantos prejuicios como tenemos. Por eso necesitamos que él nos abra el
entendimiento y que nos ayude a profundizar desde la fe, en el misterio del
destino último de nuestras vidas.
Y aunque queramos
acoger sin recelo la novedad de esta experiencia gozosa que nos ayuda a esperar
un futuro en la plenitud de la vida divina, también debemos asumir que es
necesario pasar por el trance de la cruz; “era necesario que el Mesías
padeciera, resucitara de entre los muertos al tercer día, y en su nombre se
predicara la conversión y el perdón de los pecados”.
Una tentación de
todos nosotros es querer esquivar la cruz. A nadie le gusta el sufrimiento ni
el dolor, como tampoco a Jesús. Cuando la comunidad cristiana habla de asumir
la cruz, no lo hacemos como elección positiva, buscando el sufrimiento
gratuito. Asumir la cruz significa afrontar con valor las consecuencias de una
vida coherente con la fe confesada. Aceptar los costes que conllevan en
nuestros días ser discípulos de Jesucristo, y no negarle o traicionarle como
tantas veces, desde el comienzo mismo, hacemos los que a pesar de tener un
corazón bien dispuesto, nos vence el temor o la duda.
Eso es lo que
aquellos discípulos, con Pedro a la cabeza, intentan transmitirnos. Ellos
mismos siguieron al Señor con entusiasmo, lo conocieron y amaron como nadie, y
sin embargo en el momento fundamental le fallaron. Ahora nos intentan
transmitir con su predicación que estemos alerta en la vida, que nosotros no
somos mejores que ellos ni tenemos una fortaleza especial por mucho que sepamos
que Cristo ha triunfado sobre la muerte. De hecho podía parecer que para la
comunidad nacida tras la resurrección de Jesús le sería más llevadero soportar
las dificultades del camino porque conocía el final victorioso del Señor. Y sin
embargo no fue así.
Por eso es
necesario mantener viva la confianza en la misericordia del Señor. Y la llamada
a la conversión que hoy se nos hace es para aceptar con humildad el peso de
nuestras cobardías y temores, y ponerlos ante el Señor para que él nos ayude a
superarlos con valor.
Los discípulos de
Jesús volvieron a mirar al Señor con entereza y sencillez. Y en el cruce de sus
miradas no sólo no encontraron reproches ni condenas, sino una acogida llena de
amor por parte de aquel que entregó su propia vida por ellos y por toda la
humanidad.
También nosotros
debemos saber levantarnos cada vez que tropezamos y caemos, sabiendo que si
grande es el mal cometido o la distancia que nos separa de Dios, mayor es su
amor y misericordia que todo lo vence y regenera para la vida eterna.
Si creemos de
verdad que Cristo ha resucitado no podemos desconfiar de su poder salvador, que
a todos nos acoge para reconciliarnos con él y entre nosotros.
Esta llamada
pascual a la conversión, exige por nuestra parte dos actitudes esenciales,
humildad y generosidad.
Sólo la humildad
nos ayuda a reconocer la responsabilidad de las acciones cometidas y sus
consecuencias para los demás. Los egoísmos, las violencias, los odios y rencores,
todo ello precisa de grandes dosis de humildad para ser afrontadas con verdad
por nuestra parte a fin de que el Señor las purifique y transforme.
Y la segunda
actitud es la generosidad. Tal vez no nos cueste demasiado pedir perdón, pero
¿estamos también dispuestos a perdonar? ¿Somos generosos con los demás, en la
misma medida en que deseamos que lo sean con nosotros?
Esta es la gran
cuestión que a la luz de la Pascua debemos responder en lo profundo del alma. Cristo
murió perdonando a quienes lo mataban, y en su resurrección no buscó la
venganza divina. Al contrario. El perdón que descendía de la cruz, en la
resurrección de Jesucristo regenera a la humanidad entera y le abre el camino
de la vida en plenitud.
Pidamos al Señor
en esta eucaristía que nos ayude a experimentar el don del perdón en nuestra
vida, porque vivido como él nos ha enseñado, asentado en el amor sincero, es
camino de encuentro y de reconciliación sanadora. Y así seremos los cristianos
en medio de este mundo nuestro tan necesitado de esperanza, mensajeros de la
vida y de la paz.
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