sábado, 21 de marzo de 2015

V DOMINGO DE CUARESMA


DOMINGO V DE CUARESMA
22-3-15 (Ciclo B)

       Llegamos al final de la cuaresma para dar paso inmediato a los días más intensos del tiempo litúrgico, y así nos vamos preparando para vivir el acontecimiento central de nuestra fe en la pasión, muerte y resurrección de nuestro Señor Jesucristo.

La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, nos deja apreciar con claridad esa preparación en la misma vida de Jesús para asumir con fidelidad la entrega absoluta de su vida por amor a los hombres, sus hermanos.

Así, mientras que algunos siguen interesados en su persona por la curiosidad que en ellos despiertan sus palabras y gestos, otros sentirán el peso de la radicalidad a la que son llamados, renunciando a seguirle y abandonando el grupo de los discípulos del Señor.

Jesús va a ir enfrentándose en los momentos finales de su vida a la incomprensión de casi todos y al rechazo de muchos. Aquel joven nazareno que tanto entusiasmo despertó por sus palabras llenas de autoridad y por sus signos colmados de esperanza, es rechazado al mostrar el verdadero camino que conduce hasta el Padre, la entrega, la renuncia y el servicio. Para dar el fruto que Dios espera, es necesario entregarse sin condiciones a su plan salvador, porque “si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo”.

No hay caminos alternativos ni atajos que nos eviten la entrega personal si queremos de verdad seguir a Jesucristo. Tomar el camino del amor egoísta indiferente para con los demás y soberbio ante Dios, sólo conduce a perder la vida, su sentido último y su plenitud.

Para seguir a Jesús no hay otro camino que el andado por él. El camino de la renuncia personal, la búsqueda permanente de la voluntad de Dios y el amor desinteresado para con los hermanos.

El simbolismo del grano de trigo cuya fecundidad depende de su muerte al plantarse en la tierra, se llena de contenido al contemplar a Jesús clavado en una cruz plantada en el Calvario. Cristo es el grano de trigo fecundo que va a colmar abundantemente las aspiraciones de la humanidad, y en medio de la agitación que siente su alma por la misión que ha de asumir en este momento fundamental de su vida, escucha con claridad el respaldo definitivo del Padre “lo he glorificado y volveré a glorificarlo”. Quien ve a Jesús ve a Dios, quien se une vitalmente a Jesús crucificado compartirá el gozo de Cristo glorificado.

Esta experiencia de fe es importantísimo renovarla constantemente en nuestro corazón porque las dificultades de la vida, los momentos de adversidad y la prueba que debamos superar en cada recodo del camino nos llevarán a sentir también en nuestra alma esa agitación y desasosiego del mismo Señor. No pensemos que para él fue mucho más sencillo que para nosotros mantener firme su ánimo y superar el dolor de las rupturas o del abandono de los suyos. Jesús era plenamente hombre como cualquiera de nosotros y durante los días santos que se nos acercan contemplaremos la durísima realidad por él vivida.

Pero Jesús sí tenía un asidero indeleble sobre el que sostener su vida, el amor del Padre y su relación íntima con él. La unidad existencial entre Jesús y el Padre Dios que ha acompañado toda su vida, se hace ahora más necesaria y consistente. Y son para nosotros garantía de que Dios también actúa en nuestra vida si vivimos, como Jesús, completamente entregados a él.

Cuando Jesús nos llama al seguimiento en su servicio, lo hace con una promesa firme, “donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre le premiará”.

Jesús no nos llama para seguirle a un destino incierto, su llamada es la vida en plenitud, a participar de su misma gloria, a compartir para siempre la realidad del Reino prometido, en una fraternidad universal de hijos e hijas de Dios.

Esta es la meta de nuestra vida para la cual nos vamos preparando a lo largo de la misma sabiendo que muchas veces tendremos que caminar entre luces y sombras, gozos y pesares, dudas y certezas. Pero tengamos muy presente que este camino no lo iniciamos nosotros, sino que lo transitamos tras las huellas de Aquel que nos amó primero y que entregó su vida por el rescate de todos.

Cristo, “a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer”. Su obediencia incondicional y absoluta al plan de Dios fue vivida con entrega y disponibilidad, sin renunciar al sufrimiento que muchas veces llevaba consigo. Porque la obediencia, cuando es veraz y generosa, asume con libertad los costes de la misma por puro amor y en la confianza plena en Dios.

La obediencia de Jesús “llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna”. No seguimos los cristianos a un fracasado de la historia. Somos discípulos del único que ha sellado con su vida la alianza definitiva, y cuya ley ha sido escrita en nuestros corazones para darnos vida eterna.

Pidamos en esta eucaristía, y en los días que nos quedan para vivir la alegría pascual, que el Señor cree en nosotros un corazón puro, como le hemos pedido en el salmo. Un corazón capaz de amar sin reservas a Dios, escuchando su llamada y poniendo por obra su voluntad. De este modo, con la vida renovada por completo, sentiremos de verdad la alegría de su salvación y así nos entregaremos con generosidad al servicio de nuestros hermanos, con quienes estamos llamados a transformar nuestro mundo en el reino de Dios.

Este miércoles celebramos la solemnidad de la Anunciación del Señor. Con María Stma. nos abrimos de par en par al don de la vida, que en Cristo ha sido dignificada de tal modo, que nos ha hecho a todos hijos de Dios. Que la Virgen nos ayude a vivir en fidelidad al evangelio de su hijo, y seamos portadores de vida y de esperanza en medio de nuestro mundo.

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