DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO
06-09-15 (Ciclo B)
Acabamos de escuchar la Palabra de Dios,
que como cada domingo y en toda celebración litúrgica, concentra el sentido y
horizonte hacia el que nos llama la atención el Señor.
Y si algo podemos destacar de esta
Palabra es la gran misericordia y ternura que Dios tiene para con los más
necesitados. “Él mantiene su fidelidad
perpetuamente, hace justicia a los oprimidos, da pan a los hambrientos y
liberta a los cautivos. Abre los ojos al ciego, endereza a los que ya se
doblan, ama a los justos y guarda a los peregrinos. Sustenta al huérfano y a la
viuda y trastorna el camino de los malvados”. Así lo hemos escuchado en el
salmo que sirve de puente entre el antiguo y nuevo testamento, y que es la
oración del pueblo que confía desde siempre en el amor del Señor.
La
situación de enfermedad o limitación física que se nos narra en la Sagrada
Escritura, viene a expresar algo mucho más profundo que lo estrictamente
médico. No se trata sólo de una dolencia que mina nuestra salud, se trata de la
dimensión precaria de toda nuestra vida. Por eso para los judíos enfermedad y
pecado, iban tan estrechamente unidos. Si Dios nos había creado a su imagen y
semejanza, nuestra persona debía reflejar esa naturaleza divina que el Creador
había puesto en su criatura. Sin embargo cuando se produce una ruptura en la
armonía de la creación, el ser del hombre se desmorona y el cuerpo refleja la
discordia del alma.
Jesús
nos ayuda a comprender cómo, si bien es necesaria esa concordia existencial que
nos unifique y nos posibilite una vida plenamente humana, a la vez es posible
que las limitaciones físicas y las enfermedades no se produzcan por la propia
responsabilidad sino por razón de nuestra condición humana.
Muchas
veces hemos creído, especialmente en nuestra era moderna, que el ser humano
había llegado a unas cotas de conocimiento y desarrollo tales que nos
independizaran de Dios. Dios ya no es necesario para explicar nada porque
nosotros somos principio y fundamento de todo lo existente. Superamos
enfermedades, prolongamos la vida, somos capaces de manipular su génesis e
incluso “fabricarla” en laboratorios. Podemos decidirlo casi todo, hasta si una
vida humana debe nacer o no, o si su existencia nos es útil o carece de
importancia.
Sin
embargo siguen existiendo personas cuya existencia se ve tocada por la
enfermedad o la limitación, y cuya explicación no encuentra respuesta en la
técnica ni son sanadas por la medicina. Y sin embargo el enfermo sigue experimentando
en su ser el anhelo de una dignidad a la que tiene derecho en razón de su
humanidad, una comprensión que exige en su condición de persona y un respeto
que se le debe en razón de la misma precariedad física que padece.
Jesús
siempre supo estar tan cerca del sufrimiento humano que él mismo lo incorporaba
a su experiencia de vida. De modo que el Reino de Dios se instauraba no porque
fuera a desaparecer toda limitación física, sino porque en la acogida de su
Palabra y en la asociación a su persona, las dolencias y enfermedades eran
sanadas radicalmente, en la dignificación del enfermo expresado en la curación
milagrosa.
Es decir: en tiempos de Jesús había muchos
cojos y ciegos, mudos y sordos, leprosos y dolientes de cualquier clase.
Algunos de ellos sintieron la sanación física tras el contacto con el Señor,
pero sobre todo experimentaron la salvación de todo su ser en el encuentro
personal con el Salvador. Y esta realidad existencial vivida por unos pocos
extendió su poder espiritual para la salud de muchos.
De modo que la enfermedad puede limitar
las potencialidades humanas y resultar a los ojos del mundo un signo de
ineficacia carente de utilidad, pero en ningún caso limita la dignidad de
personas e hijos de Dios y es para el creyente un lugar de especial encuentro
con la misericordia divina que acoge, comprende y conforta el corazón.
Los
creyentes en Jesucristo no podemos percibir la enfermedad del hombre como una
barrera en el desarrollo de nuestra fe. Salvo las excepciones de aquellos que
han llevado una vida llena de riesgos elegidos, la enfermedad no es algo
adoptado conscientemente sino fruto de la materialidad de nuestro cuerpo.
La
vivencia cristiana de la misma nos ha de llevar a buscar en ella la
configuración con Jesucristo en sus padecimientos y ofrecerlos como él por la
construcción de su Reino al cual todos estamos convocados.
Si
los legítimos medios humanos nos ayudan a superar las enfermedades, bendito sea
Dios que nos ha dado la razón y la capacidad para suscitar los instrumentos
necesarios para un desarrollo más humano de nuestra vida. Los cuales han de
ponerse al servicio de toda la humanidad sin distinción, evitando el lucro de
unos a costa del dolor de otros o la discriminación egoísta entre pobres y
ricos.
Sin
embargo, siempre debemos aceptar que la circunstancia de la materialidad humana
no es eterna, y que precisamente nuestra corporeidad limitada nos ha de llevar
a percibir que moramos en nuestra carne para un destino ulterior al que Cristo
nos ha incorporado por nuestra vocación bautismal.
La
enfermedad personal no ha de ser comprendida nunca como consecuencia directa de
nuestro pecado. Sería injusto juzgar moralmente a quien padece físicamente.
Pero
la enfermedad sí nos puede ayudar a comprender que nuestra finitud no es fruto
del deseo de Dios sino consecuencia de la opción humana que un día creyó, y
muchas veces sigue creyendo, que la vida al margen de Dios es posible y
deseable.
Jesús
no juzga a los enfermos, los acoge y los ama sin medida. Se entrega a ellos dándose
a sí mismo, de modo que por encima de la salud corporal vivan el encuentro
gozoso con Aquel que les ha creado y cuyo destino salvífico ha preparado desde
el origen del mundo.
Desde
esa experiencia recibida del Señor, los sordos oyen la palabra que les devuelve
la esperanza y les llena de alegría, y por eso al sentir libre sus labios, no
pueden por menos que alabar a Dios y darle gracias por su inmenso amor.
Una
vida sana es mucho más que gozar de salud física. Es vivir con la plena
conciencia de que nuestra vida ha sido dignificada por Dios y que nuestro ser está en sus manos para
llevarnos a participar de su misma gloria.
Que
Santa María la Virgen, salud de los enfermos, les ayude a vivir con este
espíritu cristiano la enfermedad, a quienes estáis cerca de ellos los sepáis
acompañar con amor y ternura, y que a toda la comunidad cristiana la haga
sensible y cercana a su necesidad.
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