DOMINGO XXV
TIEMPO ORDINARIO
20-09-15
(Ciclo B)
Un domingo más nos reunimos para celebrar
nuestra fe, realizando la acción más importante que como cristianos podemos
vivir, participar de la mesa del Señor, que reparte su Cuerpo entre nosotros, y
derrama su Sangre como entrega absoluta en el amor.
Pero la Eucaristía se ha de centrar en la
Palabra proclamada, y a la luz de ella, contemplar nuestra vida desde los ojos
de Dios. Así hoy recibimos una clara llamada a vivir la fidelidad a Cristo
asumiendo que conllevará también la aceptación de las dificultades y de la
cruz.
Resulta extraordinaria la experiencia que
el libro de la Sabiduría nos presenta. Con una sencillez nítida, nos expone la
visión que el malvado tiene del justo. Según él, el justo se opone a las
acciones del mal, lo denuncia y reprende la injusticia. El justo declara que
conoce a Dios y se reconoce hijo de Dios. Lleva una vida distinta de los demás
y su conducta es diferente, apartándose de las sendas por las que transita ese
mal. Se gloría de tener a Dios como Padre, y sabe que su final es participar de
su gloria. Una vida así da grima, y repugna a quien opta en su ser por el mal y
vive sumido en él.
Es más, el libro de la Sabiduría prosigue
mostrando la resolución que toma el malvado respecto del justo: “si el justo es
hijo de Dios, Él lo auxiliará y lo librará del poder de sus enemigos; lo
someteremos a la prueba, a la afrenta y a la tortura”.
Es terrible esta realidad, y sin embargo
qué cierta se nos presenta en medio de nuestro mundo.
Este libro sagrado no hace más que
mostrarnos en toda su radicalidad una de las realidades más claras y
permanentes en nuestro vivir. La relación entre la fe y la vida del creyente,
con el mal y la cruz como consecuencia del mismo.
Y desde una mirada superficial, parece
claro que si Dios es tan bueno y nos ama, y nosotros somos sus hijos, ningún
mal puede acechar nuestra existencia. O dicho con las palabras del hombre
increyente, dado que el mal afecta a todos por igual, a buenos y malos, justos
y pecadores, eso quiere decir que todos estamos sometidos a un mismo destino y
que Dios no cuenta para nada en él.
Para poder comprender con vitalidad
evangélica esta realidad humana y cristiana, tenemos que detener nuestra mirada
en Jesucristo. En su subida a Jerusalén, anuncia sin reparos lo que el
cumplimiento de la voluntad del Padre le va a suponer; “El Hijo del Hombre va a
ser entregado en manos de los hombres, y lo matarán; y después de muerto, a los
tres días resucitará”.
Jesús asume con libertad la totalidad de
su existencia. Vivir desde Dios y para los demás, conlleva aceptar el
sacrificio del amor. Porque amar de verdad y sin reservas, supone vivir desde
el otro, entregando la totalidad de la vida y vaciándose por completo en favor
de la persona amada.
Cristo no nos ha amado a medias, en los
ratos libres de una vida reservada para sí. Cuando Jesús se acerca a las
personas, su amor y misericordia lo vacían de sí mismo para llenar la
existencia del enfermo, del esclavo, del pecador o del marginado, de una
ternura y bondad tales, que transformará para siempre sus vidas sanando,
liberando, perdonando y devolviendo la plena dignidad de los hijos de Dios.
Y cuando el amor se entrega de esta
manera, también asume con libertad y fidelidad los costes que conlleva y que
pasa por el servicio y el sacrificio. Porque el amor, cuando es verdadero,
duele, y ese dolor lo damos por bien sufrido cuando es en favor de aquellos que
amamos.
El anuncio de la Pasión de Jesús, sorprende
a los discípulos hasta el punto de no atreverse a preguntarle. Sus palabras son
tan radicales y la respuesta que le dio a Pedro cuando intentó disuadirle fue
tan fulminante, que cualquiera se atreve ahora a decir nada al respecto. (No
olvidemos que el domingo pasado, cuando Jesús les pregunta sobre lo que la
gente dice a cerca de él, y les plantea quién es Jesús para ellos, Pedro muy
resuelto le manifiesta que él es el Mesías. Pero cuando anuncia por primera vez
su pasión, éste intenta disuadirle, a lo que Jesús responde con un rotundo
“apártate de mí Satanás, porque tú piensas como los hombres no como Dios”).
Pues bien, en esta ocasión, al volverles
a repetir que su vida, vivida en fidelidad y en profunda unidad con el Padre
Dios, le va a llevar a tener que entregarla hasta sus últimas consecuencias,
ellos prefieren desviar la atención sobre quién es el más importante en el
Reino.
Y Jesús no reprocha su falta de
sensibilidad, por no haberle hecho el menor caso en ese abrir su corazón al
mostrarles su gran preocupación. Es más, dado que tanto les preocupa quién será
el mayor en el reino de Dios, les va a contestar con paciencia y claridad:
“quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de
todos”. Y por si todavía no queda clara su respuesta, la acompaña de un gesto
inequívoco al colocar en el centro a un niño. Todo lo que significa un niño de
inocencia, dependencia, desvalimiento y ausencia de poder u honor, quién así se
presenta ante Dios, con su debilidad y sencillez, ese será el primero.
Las cuentas de Dios no son como las
nuestras. El no mide ni valora su amor y su misericordia en función de nuestros
parámetros o intereses. El seguimiento de Jesucristo supone vivir como el justo
descrito en la primera lectura, poniendo toda nuestra vida en las manos del
Señor, haciendo que sea Él el fundamento de la misma, a pesar de que también
nosotros vamos a sufrir la incomprensión, la burla, el rechazo e incluso la
persecución por parte de quienes no aceptan voces discordantes que denuncien su
injusticia y maldad.
Así por ejemplo, cuando los cristianos
defendemos la vida en medio de una cultura de muerte y egoísmo, y nos definimos
con valentía contra el aborto, la eutanasia, y la opresión de los débiles, la
necesidad de responder con urgencia a las personas que huyen de la guerra o de
la miseria, debemos asumir los costes que nuestro compromiso creyente conlleva.
Y si los gobiernos o los poderosos imponen leyes que en conciencia consideramos
injustas, deberemos asumir los costes de su legítima desobediencia. Porque hay
que obedecer antes a Dios que a los hombres.
Esta es la cruz que también nosotros
debemos estar dispuestos a asumir como precio de nuestra fidelidad, porque la
llevamos junto al Señor en el camino de la vida. Y podemos cargar con ella,
porque es el mismo Cristo quien nos sostiene y conforta.
Pidamos en esta eucaristía, que la unidad
de los hermanos nos sostenga en las adversidades, porque la fe compartida y
vivida en comunión, sostiene la esperanza en medio de la prueba.
Que Santa María la Virgen nos ayude en
esta lucha continua de vivir en coherencia nuestra fe, a pesar de las
dificultades de la vida.
No hay comentarios:
Publicar un comentario