SOLEMNIDAD DE
NTRA. SRA. LA VIRGEN DE BEGOÑ
11-10-15
(DOMINGO XXVIII T.O.)
En
este domingo celebramos la solemnidad de la Madre de Dios de Begoña, y así
tenemos la ocasión de poder venerar y honrar a la que sin duda es tenida por
todos los cristianos de Bikaia como Madre y Patrona.
Esta
vinculación profunda de todos nosotros con Ntra. Sra. de Begoña, se debe ante
todo al afecto y el cariño que nuestras madres y padres nos han sabido
transmitir hacia ella desde nuestra más tierna infancia. Sigue siendo costumbre
elocuente, el que cada 15 de agosto, al celebrar la Asunción de la Virgen,
miles de vizcaínos nos congreguemos a lo largo de la jornada ante nuestra
Amatxo, para presentarle nuestras vidas con amor y sencillez, confiando con
filial afecto en que ella sigue extendiendo su manto para darnos protección y
cobijo. Y es muy significativo que a esta fiesta acudan familias enteras,
padres con sus hijos, en un gesto que además de mantener una entrañable
tradición, transmite de generación en generación el tesoro precioso de la fe.
La
Virgen de Begoña es para nuestra diócesis de Bilbao la principal advocación
mariana, símbolo de fraternidad cristiana y modelo en el seguimiento de
Jesucristo. Es la imagen que transmite de forma permanente y serena que el
contenido de la fe es el fruto bendito de su vientre que a todos nos muestra
desde su regazo. La Madre de Dios de Begoña nos presenta en toda ocasión al
Señor Jesucristo, que en su imagen de niño, acoge con misericordia y ternura a
todos los que peregrinamos en este valle de lágrimas y esperanzas.
Por
eso al contemplar hoy a Ntra. Señora, lo hacemos a la luz de la Palabra de Dios
que se nos acaba de proclamar. María junto a su esposo y su hijo, acude a las
fiestas de Pascua en Jerusalén, y al regresar de las mismas hacia su pueblo, se
encuentra con que han perdido a Jesús. La angustia experimentada la recoge el
evangelista S. Lucas: “Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y
yo te buscábamos angustiados”.
Y
la respuesta del niño no es ni mucho menos un desplante hacia los padres, sino
una constatación de lo que va a ser el desarrollo de su vida y misión: “¿No
sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?”
El
texto concluye con la actitud vital de María ante las cosas de Dios; “Su madre
conservaba todo esto en su corazón”.
S.
Lucas es el evangelista que más nos habla de María. Comienza su evangelio con
la intervención de Dios en la historia preparando la Encarnación de su Hijo.
Después de abrir el camino al nacimiento de Juan el Bautista, su precursor, se
va a dirigir a María para llamarla a una vocación, por una parte muy normal y
común, la maternidad, pero por otra una vocación única e irrepetible, la
Maternidad Divina.
Sus
planes de formar una familia junto a José no son en absoluto despreciados por
Dios, pero sí van a ser transformados de forma radical. Lo primero porque ella
ha encontrado gracia ante Dios, de tal manera que su vida está colmada de dicha
en el Señor. La adolescente que desde niña había crecido en el ambiente del amor
divino, ahora se encuentra preparada para acoger con confianza la propuesta de
su Señor, de modo que puede decir con libertad y entereza, “aquí está la
esclava del Señor”.
Después
de este episodio el evangelista narrará la visita a su prima Isabel, la cual la
llamará “bendita entre las mujeres”. Tras el nacimiento de Jesús y el asombro
ante lo que los pastores y los Magos profetizan de su hijo, se verá forzada a
vivir la huída y el exilio por la amenaza de perderlo a manos de Herodes.
María
como cualquier madre lucha sin dudarlo por su hijo. Pero además se va haciendo
consciente de que la misión anunciada por el ángel en el momento de concebirlo
se ha de abrir paso de forma silenciosa e inevitable. Por eso las palabras del
niño, aunque probablemente le sorprendieran, no le extrañaron tanto. Más bien
se preparaba para comprenderlas en toda su amplitud y así poder seguir los
pasos de su hijo desde el pesebre de Belén hasta el patíbulo de la Cruz en
Jerusalén.
Contemplar de este modo a María nos ha
de llevar a descubrir en ella no sólo la grandeza de su maternidad divina, sino
sobre todo la fidelidad y entrega de su discipulado. Ninguno de nosotros
podremos experimentar jamás los sentimientos de la Madre de Dios, pero sí
podemos compartir con semejante alegría y confianza su experiencia de discípula
del Señor.
María recibió de manos de su Hijo el
testamento de ser la Madre de todos los creyentes. En la hora de la muerte y
cuando apenas quedaban momentos para dar instrucciones a nadie, Jesús dona con
generosidad a su propia madre para que nos acoja a nosotros como a él mismo.
“Mujer ahí tienes a tu hijo,/.../ ahí tienes a tu madre” (Jn 19,26-27)
En la entrega de María como madre
nuestra, Jesús no sólo intercedía para que también ella perdonara a los
causantes de su suplicio, además le encargaba que nos acogiera con el mismo
amor y misericordia que sentía hacia él. Y María aceptaba una vez más la nueva
misión que Dios le solicitaba por medio de su Hijo, aunque este nuevo escenario
fuera tan radicalmente distinto de aquel de Nazaret donde dio su primer sí.
Qué gran intercesora y compañera de
camino nos ha dado el Señor. Cuanto amor podemos tener la dicha de sentir
quienes somos hijos de María, porque ella nos ha engendrado con los dolores de
la Pasión de su Hijo, mucho mayores que los sufridos para darle a luz a él.
Por eso podemos tener la absoluta
confianza de que si bien la salvación nos viene sólo por la muerte y
resurrección de Jesucristo nuestro Señor, quien nos puede preparar
adecuadamente para acogerla con un corazón bien dispuesto es la mujer en quien
esa gracia se ha dado de manera desbordante.
Los cristianos no estamos solos en el
camino de la fe. El Señor camina a nuestro lado “todos los días hasta el fin
del mundo” (Mt 28, 20), y además nos ha entregado a su Madre Santísima como
apoyo y pilar en esta apasionante experiencia de ser discípulos del Señor
resucitado.
Hoy
nos sentimos agradecidos por la Madre de Dios de Begoña, quien a lo largo de
los siglos ha acompañado y sostenido la fe de nuestro pueblo. Una fe que a
pesar de las dificultades de antaño y de las del presente, sigue queriendo
vivir en fidelidad a Jesucristo para el bien de nuestros hermanos.
Por
eso con filial confianza podemos pedir a la Virgen de Begoña una vez más, que
mire a su pueblo que sube hasta sus plantas, y que lo mire y lo proteja con
amor.
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