DOMINGO
XXVII TIEMPO ORDINARIO
3-10-15
(Ciclo B)
Las lecturas de este domingo, en especial
la primera y el evangelio, centran su atención sobre lo que constituye el
núcleo de la realidad familiar, el amor de los esposos, la relación establecida
por Dios entre el hombre y la mujer, en aras a la complementariedad de sus
vidas y al mutuo desarrollo de su existencia.
Tema de permanente actualidad, porque ese
deseo de Dios expresado en el libro del Génesis como origen de la creación,
donde se establece la alianza nupcial entre el hombre y la mujer, ha sido en
nuestros días seriamente transformado.
Desde cualquier planteamiento
antropológico, y ciertamente desde las realidades culturales más antiguas,
podemos observar cómo la institución familiar pasó por momentos de aceptación
de la poligamia, para asentarse de forma definitiva en una realidad monógama,
donde la unión entre un hombre y una mujer, no sólo garantiza la supervivencia
de la especie, sino que ha sido entendida como la complementariedad que ambos
sexos necesitan para su pleno desarrollo humano.
De tal modo ha sido importante esta
realidad matrimonial que costumbres, tradiciones y leyes han avalado y
protegido este vínculo, conscientes de su trascendencia social y humana.
Así nosotros, herederos de una tradición
bíblica e iluminados por la palabra de Jesucristo, seguimos valorando la unión
entre el hombre y la mujer, como el fundamento de la existencia humana, y la
manifestación visible del amor generoso y entregado del uno para con el otro,
que encuentra su máxima expresión en la transmisión de la vida a los hijos,
fruto de ese amor.
Todos somos conscientes del valor de la
familia, de ese núcleo personal en el que hemos nacido a la vida, en el que también
hemos crecido rodeados del amor de nuestros padres, y desde el que nos hemos
desarrollado como personas adultas. Todos sabemos lo que supone tener un padre
y una madre que nos han querido, y también comprendemos la enorme pérdida que
supone el carecer de alguno de ellos, sobre todo en las edades más tempranas.
Por todo ello la Iglesia, en su grave
responsabilidad de iluminar la vida de los creyentes a la luz del Evangelio de
Jesucristo, no ha cesado en hacer múltiples llamamientos en defensa de la familia,
de la protección que hace de la vida de sus miembros desde el momento de su
concepción hasta su muerte natural, y en la sacramentalidad del matrimonio como
algo propio y exclusivo entre un hombre y una mujer.
Y es que la comunidad eclesial ni es dueña
de la Palabra de Dios, ni puede interpretarla conforme a su voluntad y mucho
menos manipularla por la presión que pueda infringir una determinada ideología
imperante. Porque una cosa es que
tengamos que respetar las diversas formas de entender la vida, y otra muy
distinta anular la realidad familiar en aras a una ideologizada defensa de
derechos más que cuestionables.
Todos tenemos, ciertamente, derecho a
vivir conforme a nuestros principios morales y antropológicos, y nadie puede
juzgar ni marginar por ello, a quienes han optado por una convivencia distinta
a la suya. Las marginaciones homófobas y excluyentes están fuera de toda
justificación, y el respeto a la dignidad de los demás es una exigencia
cristiana.
Pero una cosa es el derecho a desarrollar
la vida adulta como cada uno lo considere conforme a sus convicciones, y otra
muy distinta el derecho a la paternidad o maternidad. La vida humana es un don
de Dios, un regalo fruto del amor de los padres que han podido transmitir esa
vida distinta de la suya y que no les pertenece. Por esta razón no existe
ningún derecho a ser padre o madre, sino que en cualquier caso es un regalo que
supera su voluntad.
Este respeto a la vida del nuevo ser, nos ha
de llevar a evitar cualquier manipulación que ponga en peligro su normal
desarrollo, porque desde el momento en el que ha sido concebido, ya no es una
parte de mi ser sino alguien distinto de mi, y que en su debilidad y
dependencia necesita y merece mayor respeto y cuidado.
Ciertamente hay matrimonios que no pueden
tener hijos, y que sienten esa falta con gran dolor por el mucho amor que
podían entregar y que la naturaleza se lo ha denegado. Para ellos el camino de
la adopción se abre como una puerta de esperanza, en la que no sólo van a
encontrar el desarrollo de toda su capacidad de padres, sino que además, y
pensando en el niño, van a dar un hogar y un entorno familiar digno a unas
criaturas que carecían de ello.
Porque no olvidemos que si bien no es un
derecho del adulto el ser padre o madre, sí es un derecho del niño el tener
padre y madre que le quieran, le cuiden y le ayuden en su desarrollo como
persona.
Los gobiernos tienen la capacidad de
hacer las leyes, pero dicha capacidad legislativa no siempre conlleva la
justicia, y su autoridad moral queda seriamente dañada cuando al querer otorgar
derechos inexistentes e innecesarios, malogra y perjudica derechos
fundamentales y universales.
Ciertamente la realidad matrimonial y
familiar pasa por momentos de grandes dificultades. Cada vez son más frecuentes
las rupturas entre los esposos y las uniones con nuevas parejas. Los niños
reparten su tiempo entre el padre y la madre. Y por muy acostumbrados que
podamos estar a ello, sabemos que siempre, detrás de cada ruptura hay dolor y
sufrimiento para todos, y en este sentido la comunidad cristiana debe saber
acompañar para en la medida de lo posible ayudar a superar las dificultades, y
también acoger a quien atraviesa por ellas con sencillez y comprensión.
Como nos dice Jesús en su evangelio,
muchas veces es la dureza de nuestro corazón la que nos impide reconciliarnos y
superar las barreras que nosotros mismos ponemos en el camino del amor.
Los egoísmos, las individualidades, la
falta de comunicación, la frivolidad e irresponsabilidad, nos llevan a
situaciones irreversibles que no sólo nos cuestan la felicidad a los adultos,
sobre todo tiene graves consecuencias para los hijos que se convierten en las
víctimas silenciosas de todo ello.
La familia es el gran tesoro que todos
poseemos, y por el que merece la pena entregarse a fondo perdido. De su salud
depende nuestra dicha y si ésta nos falta nuestra desgracia es inmensa.
De esta realidad familiar no podemos
excluir a Dios. Si ante los problemas y dificultades prescindimos de él,
nuestra soledad y debilidad son absolutas.
Dios bendice la unión de los esposos
cuando éstos se prometen amor, fidelidad y respeto, y si el matrimonio es
vivido desde esta conciencia de ser bendición de Dios, y cada día en medio de
la oración de los esposos es presentado al Señor con confianza, seguro que las
dificultades se superan fortaleciendo aún más los vínculos de ese amor
prometido.
Si todas las bodas son hermosas porque en
ellas se enuncia el amor como proyecto confiado, mucho más lo son las
celebraciones de las bodas de plata y oro, manifestación del camino recorrido y
expresión de un amor probado.
Hoy comienza en Roma el Sínodo de la Familia, vamos a pedir a Dios para que los Padres Sinodales estén asistidos por el Espíritu Santo de manera de manera que sepan dar respuesta a los grandes interrogantes que se ciernen sobre la vida familiar, y con su palabra alienten a todos los
matrimonios, para que sean vividos como la preciosa vocación a la que han sido
llamados. Que el Señor fortalezca sus momentos de debilidad, y que puedan encontrar
en la comunidad cristiana el espacio donde alimentar su fe, esperanza y amor
conyugal.
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