DOMINGO IV DE CUARESMA
6-03-16 (Ciclo C)
Pasamos el ecuador de este tiempo
cuaresmal en el domingo de “laetare”, de la alegría ante la proximidad de la
Pascua del Señor. Y al caminar junto a él escuchamos en este día la que sin
duda es el alma de las parábolas. Si el domingo pasado contemplábamos la
paciencia del Viñador para con la higuera infecunda, por la cual se volverá a
desvivir a fin de que dé frutos de vida, hoy nos sorprende ante la misericordia
de un Padre que sufre la marcha del hijo, y que lo espera siempre con los
brazos abiertos.
Muchas veces al escuchar este evangelio
concedemos excesivo protagonismo al hijo menor, de hecho todos la conocemos
como “la parábola del hijo pródigo”. Y sin embargo lo que Jesús nos está
diciendo con ella es la inmensidad del amor del Padre, que tras sufrir el
desprecio de un hijo que le exige en vida su parte de la herencia, se marcha de
su lado para malvivir lejos de él.
El personaje citado, muchas veces
representa con fidelidad nuestras actitudes ante Dios. Hemos recibido todo de
Él, la vida que es su mayor don, el amor de la familia que nos ha acogido en su
seno, la fe que se nos ha transmitido como fundamento de nuestra existencia y
el seno de la comunidad eclesial en la que hemos crecido y profundizado en
nuestra condición de hijos e hijas de Dios. Y como respuesta a este regalo del
Señor, respondemos exigiendo nuestra parte de forma egoísta para dilapidarla
viviendo perdidamente. Es decir: la vida regalada, la poseemos egoístamente
como si nos perteneciera a nosotros, decidiendo la viabilidad y el destino de
otros seres humanos, y subordinando su valor absoluto al interés particular,
llegando a devaluarla si no me conviene su existencia.
La misma realidad familiar en la que
todos subsistimos como personas de pleno derecho es despreciada y quebrada por
el egoísmo y la violencia de algún miembro sobre los demás; rupturas entre
esposos, imposiciones caprichosas de hijos malcriados o la violencia machista
que subyuga a la mujer bajo la tiranía del hombre. La unidad familiar está
siempre a merced de la entrega personal de sus miembros, y si alguno de ellos
se impone de forma indigna, la dolorosa ruptura a todos afecta y amarga por
igual.
O bien podemos asemejar la herencia derrochada
por el hijo menor con nuestras actitudes de desafecto e incluso rechazo para
con la comunidad eclesial a la que pertenecemos y en la que nacimos a la fe.
Cuantas veces perdemos el tiempo y la paz discutiendo sobre ideologías
particulares, creando problemas donde no existen y sospechando los unos de los
otros. Cuantas veces fomentamos la división en el hogar eclesial avivando
conflictos superfluos por las simpatías o rechazos que suscitan personajes de
moda.
La fe sin comunión es pura falacia que concluye
en el sectarismo y la ruptura de la unidad, sólo la unidad que nace del amor,
de la comprensión y la acogida fiel del evangelio del Señor, es garantía de
autenticidad en el seguimiento de Jesús.
Aquel hijo menor de la parábola, no sólo
se marchaba de su casa a vivir una aventura personal fruto de una inmadurez
existencial. Rompía los fundamentos de la vida familiar, humillaba al Padre que
todo lo había puesto en sus manos, escandalizaba a los empleados que observaban
la osadía de su acción, y abría un abismo de desencuentro con su hermano mayor,
quien se presenta al final del relato evangélico con una dureza extrema,
incapaz de perdonar su pecado, tal vez más por envidia que por virtud.
Y en toda esta realidad está la persona
fundamental, el Padre que vive con dolor de corazón, tanto la actitud
irresponsable de su hijo menor, a quien además lo pierde sin saber de su
destino, y la amargura del hijo mayor quien se va desmoronando en un odio hacia
su hermano lo que sume en mayor angustia si cabe al Padre de ambos.
Cómo afectan nuestras decisiones
individualistas al conjunto del hogar. Cuán grande es la ruptura que provoca la
acción de uno sólo y cómo repercute sobre la vida de todos. El Padre
preocupado, dolorido y angustiado por el hijo que no ve por la distancia; y
también sufriendo y sintiendo la pérdida del otro hijo que pese a estar a su
lado vive como si no existiera para él.
Sólo la conversión sincera y auténtica
cimienta la nueva relación. Cuando el hijo vuelve, tras reconocer su maldad y
la indignidad de su vida, lo hace de corazón. Él sabe que no es digno de ser
hijo, y que lo justo será tratarlo como a un sirviente.
Pero una vez más es el Padre quien nos
sorprende; el dolor y la injusticia sufrida no le han dañado el corazón. Él
ante todo es su Padre y eso nada puede cambiarlo, y como tal lo acoge con un
amor inmenso, que supera cualquier comprensión. Ciertamente el pequeño merecerá
cualquier castigo por su acción; pero cuando un hijo muerto vuelve a la vida,
un hijo perdido es recuperado, lo único que cabe es celebrarlo por todo lo
alto, porque se ha vuelto a restañar la unidad familiar, y el gozo de la
conversión es mucho mayor que el dolor del pecado.
De hecho la actitud del hijo mayor nos
deja bien claro lo infecundo e inútil del rencor. Su rechazo a compartir la
fiesta por su hermano recuperado expresa el resquemor de su alma en esta
historia. En realidad, y a tenor de sus palabras, él también vivía lejos de su
padre aunque compartiera el mismo techo; no había sido capaz de sentirle cerca
y de vivir como un auténtico heredero ya que al reprocharle que no le hubiera
dado nunca un cabrito para celebrar algo con sus amigos, en el fondo reconocía
su desafecto filial.
De qué le servía vivir como hijo, si en
realidad se comportaba como un esclavo. Por qué ahora aprovecha para reprochar
la generosidad de su padre cuando él no ha sabido cogerla diariamente en su
vida.
Además el mayor abunda en su mezquindad
al rechazar al hermano diciendo “ese hijo tuyo”. Si el padre había acogido a su
hijo, el hermano lo sigue rechazando, y por eso no puede entrar en la fiesta
común. El relato del evangelio se queda aquí. No nos dice el final de la
historia, si hubo abrazo fraterno, o el padre sigue sufriendo la ausencia de
uno de sus hijos.
Nosotros somos quienes debemos terminar
esta historia en cada momento de nuestra vida. No tenemos nada que envidiar a
los hermanos de la parábola; sus actitudes por una u otra parte son causantes
del dolor del Padre y de la fractura familiar. Sólo la vida del Padre es digna
de ser compartida; una vida de amor, de búsqueda, de espera, de misericordia y
de perdón. Una vida que genera gozo y que construye la unidad esencial del
hogar donde todos podamos tener sitio en la misma mesa donde se celebra el
único banquete pascual.
Si no somos capaces de perdonarnos no
podremos compartir la misma fiesta. Que este tiempo cuaresmal nos ayude a
purificar nuestras actitudes personales y comunitarias, de manera que nos
lleven a una auténtica conversión para volver al hogar como hijos de Dios y
hermanos entre nosotros.
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