DOMINGO XII TIEMPO ORDINARIO
19-06-16 (Ciclo C)
Un domingo más somos invitados por el
Señor para celebrar el inmenso don de la fe como comunidad de hermanos e hijos
de Dios. En esto consiste el núcleo del domingo, el Día del Señor; una jornada
que para los cristianos ha de estar centrada en esta Asamblea pascual, porque
de ella vive y se nutre toda nuestra espiritualidad y existencia.
Y en este tiempo litúrgico ordinario,
vamos acompañando a Jesús en los momentos cotidianos de su vida, para conocerle
mejor, escuchar su enseñanza, recibir su llamada de a discípulos suyos y
fortalecer nuestros vínculos de amor y amistad con él y con los hermanos.
En este día la Palabra de Dios nos
invita precisamente a valorar esta actitud personal de ser seguidores del
Señor. Algo que también tuvieron que discernir aquellos apóstoles de la primera
hora, y que como a nosotros, no siempre les resultó fácil de comprender y
asumir.
En el caminar diario junto a Jesús, han
pasado por muchas etapas y superado muchos escollos. De la llamada inicial y la
curiosidad que en ellos se despertó, tras el conocimiento personal y el afecto
profundo, llega el momento de dar su respuesta personal y fundamental.
Respuesta que cambiará toda su vida.
Jesús es consciente de que entre las
muchas personas que le siguen ha despertado ilusiones y expectativas diversas.
Y así cuando se encuentra a solas con sus amigos, les pregunta sobre esta
cuestión; ¿qué dicen de mí?
Y en la respuesta de los discípulos se
va dibujando las esperanzas de tantas personas sedientas de sentido y de una
auténtica liberación, ya que los personajes con los cuales identificaban a
Jesús, Juan el Bautista, Elías o uno de los profetas, eran precisamente
aquellos que en su tiempo encarnaron la esperanza salvadora de Israel.
Y es de destacar, que Jesús no rechaza
estas semejanzas para con su persona. De hecho él ha vivido totalmente volcado
en el cumplimiento de la voluntad del Padre Dios, mostrando con su vida y su
palabra un nuevo camino de vida y plenitud que suscita en quienes le siguen, la
gracia y la paz.
Pero a Jesús lo que realmente le
interesa es hasta dónde le han conocido sus más íntimos, aquellos con los que
lleva tres años compartiendo la totalidad de su vida, su intimidad, su
espiritualidad.
Y Pedro, quien tantas veces asume la
representación de sus hermanos, da el mayor paso de toda su vida, “Tú eres el
Mesías de Dios”. Pedro no define a la persona, Pedro confiesa al mismo Dios.
Pedro ha realizado en su alma una transformación vital que ya no le dejará
indiferente ni al margen de lo que suceda con su Señor. Y con Pedro los demás
apóstoles que asienten lo definido por él.
Sin embargo todavía no se puede hablar
abiertamente de esto, y así Jesús les impone el silencio. Y no porque sea
errónea su experiencia, sino porque les falta asumir y aceptar la otra cara de
su mesianismo y que inmediatamente les pasa a relatar; “El Hijo del hombre debe sufrir mucho y ser reprobado por los ancianos,
los sumos sacerdotes y los escribas, ser condenado a muerte y resucitar al
tercer día”.
La euforia de la confesión mesiánica de Jesús,
se desvanece ante el anuncio del destino de su vida. Y les muestra que la única
manera de confesar de forma auténtica que Jesús es el Mesías de Dios, pasa
necesariamente por la aceptación del camino hacia el Calvario que debe tomar.
Este hecho no fue sencillo de asumir
por aquellos discípulos, como tampoco lo es para nosotros. De hecho cuando S.
Mateo narra en su cap. 16 este episodio, muestra como Pedro intenta disuadir a
Jesús para que no tome ese camino de sacrificio absoluto, y cómo Jesús se
enfrenta duramente a él porque “piensa como los hombres y no como Dios”.
Nosotros queremos tomar siempre el
camino fácil, evitar los sacrificios, vivir en la permanente carcajada. Y sin
embargo la vida real, nos guste o no, contiene sus muchas renuncias y
conflictos que necesariamente se han de asumir para vivir en verdad y
fidelidad.
La cruz de Jesús no fue urdida por Dios
de forma inmisericorde. La cruz fue la consecuencia de la vida fiel, entregada
y auténtica de aquel que buscó por encima de todo el Reinado de Dios y su
justicia; el amor universal frente al odio; la misericordia y el perdón frente
a la venganza; la caridad frente al egoísmo; la paz y la concordia frente a la
violencia y la división.
Luchar contra el mal de este mundo y
denunciar valientemente a quienes eran sus principales causantes, los poderosos
y egoístas cuya ambición no tiene límites, fue la causa de la pasión del Señor.
Pero al matar al Justo, no acabaron con el ansia de justicia, al crucificar al
Santo, no exterminaron la santidad del Pueblo de Dios que sigue clamando al
cielo ante el sufrimiento del ser humano. Porque lo mismo que han existido
siempre quienes desean optar por el camino fácil de la manipulación y el
triunfo individualista, también han brillado con fuerza quienes recibiendo la
luz de Cristo, se han entregado y se entregan siguiendo fielmente su llamada en
el amor.
Hoy somos nosotros quienes tenemos que
seguir confesando a Jesús como nuestro Mesías y Salvador. Sabiendo que al igual
que a los apóstoles del Señor, a nosotros también nos cuesta aceptar los
sacrificios que la coherencia de una fe vivida en autenticidad conlleva.
Pero sobre todos debemos tener presente
que la fuerza no reside en nuestras capacidades humanas. No fueron las dotes de
los discípulos lo que les llevó a mantenerse fieles, de hecho en el momento de
la verdad abandonaron al Señor. Fue la fuerza del Espíritu de Cristo resucitado
la que revitalizó aquellas vidas heridas para lanzarlas con ímpetu a la
evangelización del mundo entero. Y nosotros somos también portadores de este
mismo Espíritu, que nos anima y mantiene fieles en la fe y la esperanza.
La Eucaristía es el alimento que
renueva esta esperanza manteniéndonos unidos en el amor. Que hoy sintamos con
gozo la presencia del Señor cercano y amigo, que nos sigue preguntando a cada
uno quién es él para nosotros. De modo que viviendo esta genuina fraternidad,
le respondamos con fe y convicción, “tú eres el Mesías”, nuestro Señor.
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