DOMINGO XV TIEMPO
ORDINARIO
10-07-16 (Ciclo C)
“¿Qué
tengo que hacer para heredar la vida eterna?”. Así comienza el evangelio que
acabamos de escuchar, con esta pregunta aparentemente simple y que sin embargo
encierra los anhelos más profundos de toda persona creyente.
Heredar
la vida eterna es para todos nosotros el fin último de nuestra existencia. Y
por muy lejano que contemplemos ese momento de encuentro definitivo con Dios,
sabemos que un día llegará y confiamos en que su amor nos recoja para comenzar
a su lado la vida en plenitud.
Por
eso la pregunta de aquel personaje del evangelio, no es una pregunta retórica o
lanzada para entablar una conversación con Jesús. La pregunta del escriba tenía
como destinatario a alguien considerado especialmente tocado por Dios, y por lo
tanto conocedor de sus designios y exigencias.
Jesús
le va a responder con la parte que mejor conoce el escriba, el cumplimiento de
la ley. Esa ley recibida por Moisés y transmitida de generación en generación
como el único camino cierto para mantener la alianza entre Dios y los hombres.
Una ley que ha sido grabada en el corazón del ser humano y que está al alcance
de todos, como hemos escuchado ya en la primera lectura del libro del
Deuteronomio.
El
escriba desglosa los principios de la ley de Dios y recibe como respuesta la
aprobación por parte de Jesús, “bien dicho, haz esto y tendrás la vida”. Pero
no terminan aquí las dudas de aquel hombre. Le queda algo que tal vez
desconozca de verdad, o que simplemente le sirva como excusa para desentenderse
de los demás, lo cierto es que al preguntar “¿quién es mi prójimo?”, se le
abrirá un horizonte nuevo.
El
escriba parecía comprender bien lo que significaba “amar a Dios con todo su
corazón, con toda su alma y con todas sus fuerzas”, pero eso de amar al prójimo
le resultaba confuso. Porque tal vez, en el fondo, sabía muy bien quién es el
prójimo.
El
prójimo es el otro, la persona que tenemos a nuestro lado en cualquier momento,
sin pararnos a pensar en sus ideas o convicciones, ni en su situación social o
económica, ni en sus planteamientos éticos o morales, ni tan siquiera en su
bondad o maldad.
Jesús
le va a poner ante sus ojos un suceso cualquiera, pero concreto, donde se
contempla la necesidad de una persona atacada violentamente, y las actitudes de
quienes lo contemplan.
Y
no va a tomar al azar a los personajes de su historia. Un sacerdote y un levita
pasan de largo, y un samaritano lo atiende.
Los
conocedores de la ley de Moisés, en la que explícitamente se ordena que hay que
atender a los moribundos y necesitados, que no se puede pasar de largo ante un
hombre abatido, que hay que dar sepultura a los muertos y acoger en el hogar a
los extranjeros; estos los ilustrados y heraldos de la ley, la incumplen y lo
abandonan.
Y sin embargo aquel hombre de Samaria,
tierra de gente indeseable y repudiada por un buen judío, va a ser quien cumpla
la ley de Dios cuya letra desconoce, pero que sin embargo atiende a sus deseos
porque comprende el fundamento de la ley universal del amor.
Queridos
hermanos, esta parábola siempre es comprometedora. Desde aquel encuentro entre
el escriba y Jesús, ya no nos sirven las excusas para atender o rechazar al
hermano necesitado.
El
prójimo no es alguien ajeno a mí, aquel a quien tengo a mi lado ha de ser
descubierto como un hermano y un hijo de Dios.
Ser
prójimo no consiste sólo en mirar a los demás, sino en contemplar mi propio
corazón y descubrir si tengo en él la semilla del amor de Dios que me haga
vivir la fraternidad con la misma
urgencia y afecto del buen samaritano.
La
pregunta no es quién es mi prójimo, como la formuló el escriba. La pregunta es
¿quién se comportó como prójimo del necesitado?, porque así la formuló Jesús, y
a esta cuestión hemos de responder nosotros, implicando en ella nuestra vida y
compromiso social.
De
esta manera daremos respuesta a la pregunta fundamental de nuestra existencia,
con la que iniciábamos esta homilía, “¿qué he de hacer para heredar la vida
eterna?”. La ley de Dios la tenemos escrita en el corazón, y es camino veraz
que nos conduce hasta él, pero siempre ha de ser recorrido de la mano de los
hermanos.
Cuando
nos parezca sencillo cumplir eso de amar a Dios, como le podía parecer a aquel
escriba, preguntémonos si amamos igualmente a los hermanos, si somos prójimos
de ellos sin hacer acepción de personas. Y si felizmente descubrimos que en
nuestro corazón vivimos la misericordia y la compasión para con los demás,
asistiéndoles en sus necesidades de forma generosa, entonces estaremos en la
senda que nos conduce hacia esa vida ansiada junto a Dios. Porque de lo
contrario nos estaremos alejando de Él.
El
amor a Dios sobre todas las cosas, y con todo nuestro corazón, sólo se puede
probar y testimoniar, por los frutos que de ese amor se derivan y que
necesariamente tendrán en el prójimo necesitado a su destinatario principal.
Que
esta eucaristía fortalezca nuestra capacidad de amar a los demás, y que el
Señor nos conceda entrañas de misericordia que nos ayuden a conmovernos ante
las necesidades de los hermanos, para de ese modo vivir con mayor intensidad
nuestro ser hijos de Dios y herederos de su vida eterna.
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