DOMINGO III DE CUARESMA
19-03-17
(Ciclo A)
“El que beba del agua que yo le daré, nunca más tendrá sed”.
Con este simbolismo del agua
que acabamos de escuchar en el diálogo con la Samaritana, nos introduce la
liturgia en un proceso catequético que nos preparará para vivir la experiencia
pascual.
Estos últimos domingos de
cuaresma, eran vividos en las primeras comunidades cristianas con una
intensidad singular. Los catecúmenos, aquellos que se preparaban para su
bautismo y plena participación en la vida de la Iglesia, acogían la enseñanza
del evangelio en el que tres rasgos fundamentales de la persona de Jesús van a
preparar su reconocimiento pascual como el Mesías, el Santo de Dios. Jesús es
el agua viva, él es la luz del mundo, él nos trae la vida eterna.
El primero de ellos, Jesús el
agua viva, es el que en este domingo se nos presenta, por medio del evangelista
S. Juan.
La experiencia de la sed ha
servido para iluminar la actitud de permanente búsqueda del ser humano, y la
necesidad de saciar su alma en el encuentro pleno con Dios. El pueblo de
Israel, que desde su origen toma conciencia de haber sido especialmente elegido
por el Creador, vive su experiencia de liberación de la opresión de Egipto como
una clara intervención de Dios en su historia. De hecho, la principal fiesta de
su vida social y religiosa será la Pascua, el paso del Mar Rojo hacia la tierra
prometida, el paso de la esclavitud a la libertad, recuperación de la vida y de
la dignidad perdida.
Pero aquella vivencia intensa
de encuentro de Dios con su pueblo, no está exento de dificultades, tensiones y
dudas. El camino por el que Dios va llamando a sus elegidos tiene sus
exigencias personales, y la primera liberación a la que somos urgidos es a la
de nuestros propios egoísmos e individualismos, que tantas veces esclavizan la
vida propia y ajena. El desierto cuaresmal nos enfrenta con nosotros mismos
haciéndonos sentir con mayor profundidad nuestra sed de Dios y disponiéndonos a
buscarle con sincero corazón.
Esta experiencia de búsqueda,
es la que acerca a Jesús y aquella mujer de Samaria.
El encuentro con el Señor va a suponer para ella el
reconocimiento de su vida atormentada, la recuperación de la dignidad
quebrantada, y una renovada ilusión por vivir. La sed de sentido queda saciada
ante el descubrimiento de un Dios que se nos acerca, nos acepta como somos y
nos invita a beber de su amor inagotable para transformarnos el corazón de modo
radical. Ese amor hace crecer en nosotros una vida nueva que se desborda en
favor de los demás y que nos ayuda a vivir la vida, en medio de las
dificultades de este mundo, con un espíritu nuevo y gozoso.
En el diálogo que entablan Jesús y la Samaritana surgen muchas
cuestiones de la vida y de la fe. Vemos cómo el Señor dialoga con ella con toda
libertad para situarla delante su propia vida y verdad, con lo que hay en ella
de luz y de sombra. Pero sus palabras no encierran ningún juicio inmisericorde
de manera que aquella mujer, tan maltratada por tantas circunstancias adversas,
se siente a gusto hablando con el desconocido. Y en ese diálogo sincero y
abierto también ella reprocha a los judíos su exclusivismo religioso y étnico,
a lo que Jesús responde que esa división entre los hermanos por motivos de fe y
de costumbres ha terminado, ya que los que quieran dar culto verdadero
adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que le den culto
así. Dios es espíritu, y los que le dan culto deban hacerlo en espíritu y
verdad.
En el diálogo cercano y amistoso, surgen también las
confesiones más profunda e íntimas. Por una parte la que la mujer hace de su
esperanza personal; Sé que va a venir el Mesías, el Cristo; cuando venga, él
nos lo dirá todo.
A lo que Jesús responde revelando su identidad; Yo soy.
Él es el esperado del pueblo sediento de Dios. Él es el agua
viva que apaga esa sed y colma todos nuestros anhelos. Pero para vivir la
experiencia del encuentro gozoso con el Señor, también nosotros debemos
acercarnos al pozo de donde mana esa agua viva y buscar con sencillez al único
que la ofrece con ternura y amor.
El culto que Dios quiere ha
de darse en espíritu y en verdad. Es decir, debe brotar del corazón de cada uno
de nosotros y de la vida auténtica y fiel de toda la comunidad creyente. A
Dios, que es espíritu y verdad, no podemos verle fuera de sus manifestaciones
sacramentales y lugares de especial encuentro como son los pobres, los enfermos
y los necesitados. Allí donde siempre ha querido estar, entre sus hijos más
humildes, los que sufren la injusticia y claman permanentemente su misericordia
y compasión.
El culto que Dios quiere es el de un pueblo santo unido en la
fe, la esperanza y el amor, lo que se expresa de forma activa por medio de la
comunión eclesial y su dimensión caritativa. El amor de los hermanos y la
unidad de su fe han de visibilizarse en la entrega a los necesitados, en el
compromiso transformador de la realidad y en la construcción del reinado de
Dios.
Ésta ha de ser para nuestra
comunidad cristiana la experiencia cuaresmal. Un camino por la senda del Dios
de la vida, en medio de la cual sentimos sed. Sed de justicia, de amor y de
paz. Una sed que nos empuja a la búsqueda permanente de la voluntad del Señor,
y que nos lleva a acercarnos al mismo pozo que aquella mujer samaritana para
vivir el encuentro con nuestro Salvador.
Que hoy, reconociendo la verdad de nuestra vida, mirando el
pasado con ojos compasivos y aceptándonos como somos, estemos dispuestos para
acoger el amor del Señor que nos
transforma y convierte de verdad, en auténticos hijos de Dios, y que esa renovación
interior se manifieste en nuestro comportamiento y testimonio de vida.
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