DOMINGO V DE CUARESMA
2-04-17 (Ciclo A)
Llegamos al final
de nuestro recorrido cuaresmal, con este evangelio que nos presenta S. Juan y
que nos sirve de pórtico para la semana de pasión.
Estos cinco
domingos nos han conducido desde la llamada a la conversión, hasta la
revelación de Jesús convertida en promesa: “Yo soy la resurrección y la vida,
el que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”.
Cinco domingos en
los que el Señor nos ha adelantado la experiencia del Reino en su transfiguración,
ha calmado la sed de agua viva de la Samaritana y devuelto la vista al ciego de
nacimiento.
Todo un proceso de fe que culmina con este
relato evangélico en el que la muerte, como realidad sufriente y amarga que
trunca proyectos e ilusiones, se detiene ante la palabra de Jesús, “Lázaro, sal
afuera”.
La muerte del
amigo y el dolor de su familia, conmueven a Jesús. Esta experiencia toca
profundamente su corazón porque ya no se trata del dolor de alguien alejado o
desconocido. Lázaro es uno de sus íntimos, aquel que tantas veces le ha
proporcionado momentos de paz y serenidad. Su hogar se le ofrecía al Señor como
el propio y ahora está vacío y lleno de aflicción. Marta le ha mandado mensajes
sobre la gravedad de su hermano y Jesús se ha retrasado, de ahí su reproche a
la vez que su confianza, “si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto,
aún así sé que todo lo que le pidas a Dios, él te lo concederá”.
En las palabras
de Marta, se encuentran las soledades de tantas personas que mueren sin el
cariño y la cercanía de los suyos. Tantos momentos de espera para reconciliarse
y que llegan demasiado tarde.
La muerte,
realidad dramática de por sí, muchas veces agudiza sus punzadas por la forma
del morir. No es lo mismo llegar al final de la vida con paz y serenidad, tras
una existencia suficientemente larga, que la vivida en años más tempranos por
un accidente inesperado, por una enfermedad incurable, o la provocada por la
violencia, la injusticia o el terror.
Aunque toda muerte es una tragedia para los
seres queridos que han de separarse para siempre, la manera de morir también
debe de ser plenamente humana y humanizada.
Sabemos que la
muerte vendrá para todos, y la aceptación cristiana de la misma nos ayuda a
preparar el encuentro con el Señor, pero la muerte provocada por el hombre
nunca puede ser aceptada ni asumida con resignación ya que va en contra de la
naturaleza humana y de la voluntad divina.
Dios nos ha
creado para que nuestra vida tenga un sentido y en ella podamos encontrarnos
con el Creador a través del justo y digno desarrollo de la misma. Por eso
debemos rebelarnos contra lo que atenta a su normal devenir y luchar
responsablemente por la paz y el respeto a la dignidad de todos, estando de
forma permanente al lado de los más débiles e indefensos.
Pero el evangelio
de hoy, lejos de ser una narración mortuoria y descorazonadora, es una
explosión de gozo y esperanza ante la vida que Jesús nos ofrece. La muerte de
un ser querido, aunque siempre produzca dolor, necesite de la compañía y el afecto
de los nuestros, además de la cercanía y el respeto de todos, sólo puede ser
superada desde la esperanza en Cristo resucitado.
Las palabras y
los gestos ayudan, pero es la fe firme en la promesa de vida que Jesús nos
ofrece, la única que puede sanar el corazón roto por el dolor, de manera que
vuelva a recuperar el ritmo de la vida agradecida a Dios por el don del amor
compartido junto a nuestros seres queridos.
La muerte no
tiene la última palabra sobre la Creación, y el Dios Creador nos ha llamado a
la vida en plenitud por medio de su Hijo Jesucristo. “Yo soy la resurrección y
la vida: el que muere y cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está
vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”, ¿Creemos esto
nosotros?
Este es el fundamento
de nuestra fe cristiana. Los cristianos no sólo admiramos a Jesús, el hombre
que pasó haciendo el bien por nuestra historia. Para esto ni tan siquiera hace
falta ser cristiano, hay muchas personas que valoran la bondad humana sin más.
Nuestra razón de ser cristianos es que creemos en Jesucristo resucitado que ha
vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida para todos sin
distinción.
Desde esta
certeza que es más fuerte que las dudas y sinsabores de la vida, brota la
confesión de Marta. Su fe en Jesús supera la densidad de su dolor, de modo que
la confianza en Dios le ayuda a vencer la amargura del momento, y así confiesa
que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.
Este
evangelio de hoy se hace realidad cada vez que un creyente entrega en las manos
del Señor a un ser querido. Es un evangelio convertido en profecía, porque a
pesar de que muchas veces nos embargue la desolación y el desconsuelo, a pesar
de que nuestra fe sea débil y nos cueste comprender el designio de Dios, por
encima de todo ponemos nuestra confianza en el Señor.
El revivir temporal de Lázaro no fue más
que un signo de la vida a la que estamos llamados. Devolvió la alegría a sus
hermanas y además les mostraba el umbral necesario que todos debemos cruzar, la
muerte física. Pero lo más importante es que en ella, se estaba prefigurando la
resurrección gloriosa de Cristo, donde la muerte es vencida para siempre, y la
vida en Dios se prolongará por toda la eternidad.
La muerte no debemos vivirla desde la
rebelión contra Dios, tampoco con una resignación infecunda, hemos de asumirla
como la entrega de la propia existencia por amor a Dios y a los hermanos. Si
vivimos, vivimos para el Señor, si morimos, morimos para el Señor, en la vida y
en la muerte, somos del Señor”, nos dice S. Pablo.
No hemos sido creados para terminar en la
nada. Hemos sido creados a imagen y semejanza de Dios, quien en su Hijo
Jesucristo, nos ha hecho hijos suyos, y por lo tanto herederos de su Reino.
Vivamos pues con esta firme convicción,
“porque la vida de los que en ti creemos, Señor, no termina, se
transforma”, y de este modo podremos
trasmitir a los demás la esperanza que no defrauda porque está asentada en la
roca firme de Aquel que nos ha amado desde siempre.
Preparémonos en estos días que nos faltan
para vivir con gozo la fiesta central de nuestra fe.
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