SOLEMNIDAD DE LA ASCENSION DEL SEÑOR
28-8-17 (Ciclo A)
Nos vamos acercando al final del tiempo
de pascua. En esta fiesta de la Ascensión del Señor, la comunidad cristiana
recuerda el momento en el que Jesucristo resucitado termina su misión entre
nosotros y tras enviar a sus discípulos a continuar la obra evangelizadora,
regresa al Padre a vivir la plenitud de su gloria.
La
liturgia de este día, nos quiere introducir en la profundidad del sentido
último de nuestra vida. Es el final de la historia de la humanidad vista con
los ojos de Dios, con esos ojos de Padre que se hunden en el amor hacia los
hijos para quienes quiere siempre lo mejor.
Y
a esta marcha definitiva de Jesús, acudimos con el corazón bien distinto a lo
que supuso la separación por la muerte. El tiempo de pascua ha supuesto una
transformación radical en la vida de los discípulos del Señor. Queda muy atrás
aquella tarde del viernes santo donde el fracaso y la frustración anegaban el
corazón de estos hombres y mujeres. Parece
como si esa visión amarga hubiera sido borrada por completo de su
mirada, porque la presencia de Jesús resucitado es tan evidente para todos, que
hasta la experiencia de la muerte se ha visto resituada.
Ciertamente el momento de la separación
ha llegado, pero la despedida, con ser definitiva y aunque en esta vida ya no
vuelvan a compartir una presencia física, saben que el Señor será fiel a su
promesa y que siempre estará junto a ellos, hasta el final de los tiempos.
Jesús se va de su lado, pero esa
despedida ya no será experimentada con la amargura de la muerte, sino con la
esperanza gozosa del encuentro próximo en la plenitud de su Reino.
La fiesta de la Ascensión nos abre de par
en par la puerta de la ilusión y la alegría. Porque Cristo sigue vivo y
presente entre nosotros aunque su presencia sólo pueda ser percibida en lo
profundo del corazón, por la acción del Espíritu Santo que se nos ha enviado.
No en vano la fiesta de Pentecostés vendrá a completar esta vivencia en el alma
creyente, y así poder contemplar la vida entera a la luz de la resurrección de
Jesucristo.
Sin embargo también tenemos que retomar
el curso de la vida de cada día. La presencia pascual del Señor entre los suyos
no sólo revitalizó la llama de la fe y consolidó su esperanza, sobre todo
sirvió para reforzar los lazos en el amor fraterno y comunitario. Jesús les va
a acompañar en un proceso, que nosotros hemos simbolizado en estos cincuenta
días, de maduración personal y fortalecimiento de su vocación misionera y
evangelizadora. Cristo es el maestro de la comunidad eclesial naciente, a la
luz de su vida plena será releída toda la historia de la salvación, para que el
plan trazado por Dios desde antiguo y realizado en Jesucristo, siga prolongando
su mano misericordiosa por medio de nuestra acción personal y comunitaria.
La vida pascual compartida junto al
Señor, nos impulsa a nosotros a no quedarnos parados mirando al cielo, como si
la partida de Cristo al Padre nos dejara desamparados.
Porque hemos sido privilegiados con esta
experiencia pascual, porque hemos recibido en la fuerza vital del Espíritu
Santo, tenemos la seria responsabilidad de compartir esta condición de salvados
con todos los hombres y mujeres de nuestro tiempo, y a quienes tenemos también
que acoger como nuestros hermanos.
El tesoro de la fe, no es para consumo
egoísta del creyente, sino un don que, tanto más engrandece a quien lo vive,
cuanto más lo entrega generosamente a los demás.
Si aquellos testigos privilegiados que
fueron los primeros discípulos del Señor, se hubieran guardado el don recibido,
jamás la fe hubiera llegado a nosotros, y la pasión, muerte y resurrección de
Cristo se hubiese quedado en el olvido.
Jesucristo, en la plenitud de su poder en
el cielo y en la tierra, nos envía a hacer discípulos suyos a todas las gentes
por medio del bautismo. Un bautismo que ya no sólo es remisión del pecado y por
ello ha de lavarse en el agua, sino que sobre todo nos introduce en el amor
Trinitario del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Por el bautismo somos
llamados a vivir el amor pleno de Dios, y su lugar de realización privilegiado
en este mundo es la comunidad eclesial que nos acoge, en la cual maduramos a
una vida adulta en la fe, y desde la que somos enviados al mundo fortalecidos
por la acción de los sacramentos, en especial la Eucaristía.
Sentir esta vinculación fraterna entre
nosotros, y abrirla cordial y generosamente a otros, en especial a los pobres y
necesitados, es la mejor muestra de que Cristo sigue actuando de forma
constante en el tiempo presente. Nuestro mundo no está hoy más alejado de la fe
que en otros tiempos, ni las dificultades que podemos encontrar los creyentes
son más duras que antaño. Las piedras han existido siempre en medio del camino,
y muchas veces han sido lanzadas contra el pueblo de Dios. De ahí el inmenso
elenco de mártires que ha sembrado la historia con la fecundidad de su sangre.
Pero tal vez en nuestro tiempo sí
tengamos el peligro añadido de la comodidad de la vida del bienestar, lo cual
embota el alma, adormece el ánimo y aturde las opciones fundamentales, dando
como resultado una vida cristiana poco comprometida y a veces frivolizada.
Al celebrar hoy esta fiesta de la
Ascensión del Señor concluyo con la oración que San Pablo en su carta a los
Efesios nos ha regalado; “Que el Dios del
Señor nuestro Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y
revelación para conocerlo. Ilumine los ojos de vuestro corazón para que
comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria
que da en herencia a los santos y cuál la extraordinaria grandeza de su poder
para nosotros, los que creemos”.
Que nuestra fe se asiente en un corazón
agradecido para valorarla y muy generoso para transmitirla a los demás.
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