DOMINGO
VI TIEMPO ORDINARIO
17-02-19
(Ciclo C)
“Bendito
quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. Esta frase podría
resumir la llamada que la Palabra de Dios que hemos escuchado nos realiza a
cada uno de nosotros. La confianza en el Señor es principio y fin de nuestra
fe, es una bendición para el alma que serena y pacifica nuestro ser, y es
también el crisol por el que se manifiesta la autenticidad de nuestra
esperanza.
La
confianza nos hace sentirnos seguros y queridos por Dios, es un sentimiento
cálido y ofrece seguridad a nuestra vida. Todos necesitamos confiar en alguien
y saber que esa confianza no va a quedar defraudada. La confianza es base del
amor en el matrimonio, ejemplo y modelo para los hijos, y necesidad ineludible
de la fe.
Pero la confianza, tanto en las personas
como en Dios, hay que alentarla de forma permanente para que no caiga en la
desidia y el sin sentido. Sólo se puede confiar desde el amor y la cercanía a
través de una relación personal, madura y fiel.
Así
podremos entender la promesa que S. Lucas manifiesta en su evangelio. Son
dichosos los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos porque en
su enorme necesidad sólo cabe encontrar consuelo en Dios. Ya no les queda otra
esperanza que elevar los ojos al cielo y dejar actuar al Señor. Estos son
dichosos porque Dios no desoye los lamentos de sus hijos, y menos los de
aquellos que sufren de forma casi permanente, víctimas de la injusticia. De ahí
la necesaria advertencia a los poderosos que mantienen su poder sobre la
opresión de los pobres. En un mundo donde la ambición, el afán de poder y el
egoísmo inhumano van agudizando las diferencias entre pobres y ricos, es
necesario lanzar una clara advertencia desde la fe; ese no es el camino de la
humanidad sino el de su corrupción.
Quienes
ponen su confianza en lo material olvidando las necesidades de los demás, ya
han elegido su destino, y a éstos hay que advertirles que en su corazón se ha
producido una ruptura fundamental, cambiando a Dios por los ídolos y rompiendo
la armonía de la creación.
Los
cristianos confiamos en la Palabra del Señor, y nuestra confianza se mantiene
incluso por encima de las evidencias del presente que muchas veces nos llenan
de dolor y angustia. Confiamos ante la enfermedad de un ser querido, y es en
nuestra cercanía amorosa donde también sentimos la compañía del mismo Dios.
Nuestra mayor muestra de la confianza en
el Señor se manifiesta ante el acontecimiento de la muerte. Como nos enseña el
apóstol San Pablo, en la resurrección de Jesucristo, todos tenemos abierta la
puerta de la vida eterna, la vida en plenitud junto a Dios. Y es ante la muerte
de nuestros seres amados donde con mayor intensidad sentimos la necesidad de
confiar plenamente en la Palabra de Jesús “yo soy el camino, y la verdad y la
vida, el que creen en mi vivirá para siempre”.
Esta es la esencia de nuestra fe. Lo
exclusivamente genuino de ella y lo que llena de sentido todas las actitudes de
solidaridad y compromiso a favor de los demás que todo creyente ha de
desarrollar en su vida.
Porque confiamos en Jesucristo y
anhelamos la vida en plenitud que él nos ofrece, sabemos que debemos llevar la
dicha y la esperanza a los que sufren, a los pobres, a los que padecen
cualquier injusticia y necesidad, a los que mueren de hambre y miseria por el
egoísmo y la dureza de corazón de otras personas que, habiendo sido más
afortunadas en la vida, se manifiestan frías e insensibles.
La confianza en Dios nos lleva a acoger y
asumir su mismo proyecto liberador y solidario. Los cristianos tenemos que ser
la voz que denuncie las injusticias que padecen nuestros hermanos, aún a riesgo
de las críticas que puedan darse; no olvidemos la advertencia final del
evangelio “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros, eso mismo hacían
vuestros padres con los falsos profetas!”.
La Iglesia de Jesucristo extendida a lo
largo y ancho del mundo ha demostrado su fidelidad a Dios y a la verdad de su
mensaje, precisamente en medio de las personas más necesitas. Necesidad que no
sólo se manifiesta en la precariedad material, sino en cualquier miseria que
fracture su inalienable dignidad.
La confianza en Dios no es un privilegio
de los pobres y abatidos. Ciertamente ellos están en condiciones tan precarias
que lo único que les queda es elevar la mirada al cielo esperando la
misericordia divina ante la ausencia de la humana.
Pero también nosotros hemos de ser
agradecidos y renovar cada día nuestra confianza en el Señor. Dios nos ha
regalado el don de nuestro mundo, y
entre las muchas posibilidades existentes, hemos tenido la enorme dicha
de nacer en este tiempo y en circunstancias favorables. No pensemos que todo se
debe a nuestro trabajo o esfuerzo personal, y mucho menos a que nos lo
merezcamos más que otros, sino más bien a una enorme suerte que hemos de
agradecer siempre al Señor.
Los ricos y afortunados no son los
despreciados de Dios. Jesús miró con amor a aquel joven rico que se le acercó
con interés por alcanzar la vida eterna. Pero ciertamente quienes en la vida
han sido sonreídos con tanta ventura, tienen que dejarse empapar por la fría
lluvia de quienes llaman a sus puertas clamando caridad. La abundancia de unos
sólo encuentra su legitimidad en la apertura a la fraterna caridad para con los
pobres. Sólo así pueden dar gracias a Dios con honestidad, porque su gratitud
se deja traspasar por el crisol de la solidaridad y el amor.
Que esta gratitud se transforme en
generosidad para con aquellos que sufren y que necesitan de una cercanía
realmente fraterna, y que cada día vayamos ganando en capacidad de misericordia
y compasión de tal manera que nos lleve a luchar por el bien común de todos los
seres humanos. Esta será la prueba de nuestra confianza en Dios y de nuestra
responsabilidad para con la obra de sus manos. Que así sea.
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