DOMINGO IV DE
PASCUA
12-05-19
(Ciclo C) Jornada de oración por las vocaciones
“Yo
soy el Buen Pastor, dice el Señor, conozco a mis ovejas y ellas me conocen”.
Con esta antífona previa a la proclamación del evangelio, acogemos el don de
Dios que nos ha hecho hijos suyos, y sentimos la alegría de sabernos
acompañados en todo momento por la presencia de Cristo resucitado, el Buen
Pastor.
Y en este domingo
de pascua, en el que seguimos celebrando la alegría de la resurrección del
Señor, la Iglesia nos invita a orar de forma especial por las vocaciones. Estas
son un don de Dios para quienes son llamados por él a la misión evangelizadora,
y un regalo también para las comunidades cristianas a las que son enviados.
En el tiempo
pascual no sólo se nos cuenta la experiencia gozosa que vivieron aquellos
discípulos ante la resurrección del Señor. Unida a ella está el nacimiento de
la Iglesia como continuadora de la obra de Jesús.
En la
resurrección de Cristo, y tras la recepción del Espíritu Santo, los creyentes
adquieren su madurez espiritual y ahora nos toca a nosotros proseguir el camino
trazado por el Señor viviendo conforme a su enseñanza y trabajando unidos para
la transformación de este mundo. Así van surgiendo las primeras vocaciones
entre los creyentes. Ese grupo que escucha a los Apóstoles narrar sus
vivencias, se siente alentado a seguir sus mismos pasos y abrazan con
entusiasmo la fe en Jesucristo. Todos son llamados a la fe. Todos han de ser
convocados a participar de la misma comunidad creyente, vivir una misma
esperanza y construir el Reino de Dios. Pero para esto hacen falta más brazos.
Dios nos llama a
cada uno de forma personal, para lo cual se ayuda de mediaciones. Todos los
creyentes hemos nacido a la fe por medio de la palabra y del testimonio de
otros creyentes que nos han precedido. Nuestros padres, los catequistas y
educadores que tuvimos, la misma comunidad cristiana en la que cada domingo
celebramos la eucaristía, todos ellos son piedras vivas que sostienen y
alimentan el edificio de nuestra personalidad creyente.
Ninguno de
nosotros podría mantener su fe si no contara a su lado con otros hermanos que
nos sostengan en la debilidad, fortalezcan en la adversidad y nos ayuden a
compartir la misma esperanza.
Pues hoy la
Iglesia se hace especial eco de una necesidad cada vez más interpelante. Hacen
falta una clase muy peculiar de obreros en la mies del Señor. Si todos los
brazos y vocaciones son igualmente importantes para la vida de la Iglesia, en
nuestros días hay unas vocaciones que necesitan ser suscitadas con
extraordinaria urgencia; la vocación a la vida religiosa y la sacerdotal.
La vocación
religiosa es un estímulo de renovada humanidad. En medio de un mundo donde cada
uno se preocupa de lo suyo, donde crece el individualismo y donde muchos ponen
su esperanza en el materialismo, se puede contemplar también espacios humanos
donde la comunidad, la generosidad y la disponibilidad se abren camino y se
entregan al servicio de los demás.
En medio de la
sequedad del desierto, brotan oasis de vida que no piensan en sí mismos sino en
los más necesitados. Que no se preocupan de su bienestar sino del bien de los
más pobres, y que por encima de sus vidas ponen las vidas de aquellos a los que
sirven con amor porque viven en el Amor de Jesucristo camino, verdad y vida.
No tenemos más
que echar la mirada a los países más pobres donde tantos religiosos y
religiosas han regado con su sangre la semilla de su entrega generosa. Y entre
nosotros hay múltiples comunidades que encuentran su sentido en el servicio,
tanto a los cristianos que atienden como a los más desterrados, pobres,
enfermos, ancianos, niños abandonados, marginados... Son una muestra de la mano
abierta y generosa de Dios que sigue entregando su amor al ser humano sin pedir
nada a cambio, sin reproches ni condiciones, simplemente por amor.
Y junto a las
vocaciones religiosas también está la vocación sacerdotal. Vocación esencial
para la Iglesia, sin la cual ésta sería imposible. Si es verdad que en una
época era un estado de vida reconocido socialmente y que muchas familias se
alegraban de tener un hijo sacerdote, hoy es una posibilidad poco contemplada,
generalmente rechazada e incluso vilipendiada.
Ser sacerdote hoy
no conlleva ningún reconocimiento ni privilegio, y eso es bueno. El sacerdote
ha de serlo para sostener y alentar la vida de los creyentes en medio de su
comunidad, y en ese servicio debe encontrar su propia realización personal al
vivir con gratitud el don recibido por Dios.
Nuestras comunidades
necesitan de sacerdotes; quién si no las va a acompañar en su camino de vida y
de fe, las va a confortar y sostener por medio de los sacramentos y las va a
mantener unidas conforme a la voluntad del Señor. Los sacerdotes tenemos que
ser reflejo del Buen Pastor, entregados al bien de la comunidad que se nos ha
confiado, para que en el encuentro con Jesucristo, mediante nuestro anuncio y
testimonio, construyamos la gran familia eclesial.
En un tiempo de
conflictos, donde incluso en la Iglesia es fácil caer en la controversia y la
división, necesitamos de personas que nos ayuden a encontrar lo fundamental de
la fe y sean un referente de unidad comunitaria. La única manera de conservar
viva esta llama es mantenernos unidos en la fe, la esperanza y la caridad, y si
perdemos a las personas que pueden ayudarnos a ello, corremos un serio peligro
de arbitrariedad y de egoísmo.
El ministerio sacerdotal prolonga la vida
del mismo Jesucristo en medio de la comunidad cristiana y de nuestro mundo. Su
misión consiste en ser garantes de la autenticidad evangélica de y de la unidad
comunitaria, sin la cual es imposible que la familia eclesial subsista y sea
creíble.
Hoy pedimos al
Señor por las vocaciones, para que los jóvenes se abran de corazón a su
llamada, y encuentren en el seguimiento de Jesucristo la razón y el gozo de su
existencia.
Que nuestra madre
la Virgen María, acompañe y sostenga con su amor maternal la vida de los que se
entregan al servicio apostólico.
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