DOMINGO DE
PENTECOSTES
9-06-19
(Ciclo C)
Celebramos
hoy la fiesta de Pentecostés, el día en el que Dios vuelve a entregarse a
nosotros en la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo. Por
medio de Él, la Iglesia de Cristo toma conciencia de su misión, y se siente
llamada a ser evangelizadora de todos los pueblos.
Si en la
fiesta de la Ascensión del Señor recibíamos el mandato misionero de Cristo
resucitado, “Id por todo el mundo y anunciad el evangelio....”, hoy recibimos
se nos otorga el Don, la fuerza necesaria, para poder desarrollar esta misión
desde la fidelidad al amor de Dios y en comunión con toda la Iglesia.
Pentecostés
es la fiesta del Espíritu Santo, el Dios siempre a nuestro lado que sostiene,
anima y alienta nuestra fe y nuestra esperanza para que sea germen de inmensa
alegría en nuestros corazones y estímulo para seguir siempre al Señor en cada
momento de la vida.
Muchos son
los dones que del Espíritu recibimos, sabiduría, entendimiento, consejo,
fortaleza, ciencia, piedad, santo temor de Dios, todos ellos orientados a
nuestra vinculación íntima con Dios, la construcción de su Reino y todo ello
manifestado en la comunión eclesial, expresión de nuestra vinculación con
Jesucristo. El Espíritu Santo es quien
anima y da valor en los momentos de debilidad, quien sostiene y alienta ante la
adversidad, quien mantiene viva la llama de la esperanza cuando todo parece
oscurecerse en nuestra vida, quien nos inunda con un sentimiento de gozo interno
desde el que contemplar la vida con ilusión y confianza.
El
Espíritu Santo es quien garantiza que nuestra fe está unida a la vida de Jesús
que se hace presente en medio de su Pueblo santo, y quien en cada momento de
nuestro existir nos conduce con mano amorosa para vivir el gozo del encuentro
personal con él, fomentando la experiencia de la auténtica fraternidad entre
todos los hermanos.
El
Espíritu Santo nos une al Padre a través de su amor, y nos hace conscientes de
que hemos sido transformados en herederos de su Reino a través de su Hijo
Jesús.
Fue el
Espíritu quien acompañó a Jesús en todos los momentos de su vida. El mismo
Espíritu que lo proclama “el Hijo amado” de Dios en su bautismo. Fue el
Espíritu Santo quien ayuda a comprender a los discípulos que aquel a quien
siguen por Galilea no es un hombre cualquiera, sino que es el Salvador, el
Mesías.
Será el
Espíritu Santo quien mantenga en la agonía de Jesús la fuerza para entregar en
las manos del Padre el último aliento de su vida. Y es que el Espíritu Santo no
deja jamás de su mano a quienes han sido constituidos hijos de Dios.
Pero esta
experiencia personal, profunda y desbordante, la tenemos que vivir en la
Iglesia y a través de ella construir nuestra comunidad. Ningún don de Dios es
para fomentar el egoísmo personal. Todo don del Espíritu está orientado a
construir la comunidad desde la fe, la esperanza y el amor.
Así vemos,
según nos cuenta el libro de los Hechos de los Apóstoles, cómo al recibir el
don del Espíritu Santo, los Apóstoles salen a anunciar la Buena Noticia a todos
los congregados en Jerusalén, y lo hacen de modo que todos les comprendan.
Desde el
momento de la Creación ha sido voluntad de Dios, que todos sus hijos se salven,
para lo cual fue acompañando bajo su mano amorosa a la humanidad de todos los
tiempos. Y cuando llegó el momento culminante, envió a su Hijo amado para que
por medio de su palabra, su testimonio y la entrega de su vida, todos
sintiéramos el amor de Dios y acogiéramos ese don en nuestras vidas.
La vuelta del Hijo de Dios a su Reino, no nos deja
abandonados, sigue con nosotros por medio del Espíritu Santo sosteniendo y
alentando nuestra esperanza de manera que en nuestro corazón crezca cada día la
certeza de participar un día de su promesa de vida eterna.
Este
sentimiento será más fuerte en la medida en que afiancemos en nosotros la
comunión eclesial, la unidad fraterna entre los hermanos. La comunión, el
sentimiento afectivo de unidad y concordia, es la garantía de que nuestra fe es
auténtica. Donde hay división y enfrentamiento, no está el Espíritu Santo; el
individualismo y la discordia no están alentados por el Espíritu Santo. Las
palabras del Señor “que todos sean uno, como tú, Padre, y yo somos uno”, han de
resonar siempre en el corazón de la Iglesia como el único camino para abrirnos
al don del Espíritu Santo.
Hoy
volvemos a acoger este don que ya en nuestro bautismo recibimos de una vez y
para siempre. En el Espíritu Santo hemos sido hechos hijos de Dios, y aunque
ese amor jamás nos será arrebatado, de nosotros depende en gran medida que cada
día crezca y madure en lo más hondo de nuestra alma. Así nos llenará de dicha y
alegría, nos identificará ante los demás como seguidores de Jesucristo, y nos
sostendrá en cada momento de nuestra existencia.
Acojamos,
pues con gratitud, el regalo del Espíritu Santo, y pidámosle que su fuerza
regeneradora nos ayude a trabajar cada día en favor del reinado de Dios, de
manera que contribuyamos con nuestra fe, amor y esperanza, a la emergencia de
una sociedad nueva, en la que la dignidad humana, la libertad del corazón y la
luz de la verdad, nos ayuden a acogernos como hermanos y a sentir el gozo de
sabernos hijos de Dios.
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