DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO
15-09-19 (Ciclo C)
La Palabra de Dios que hoy se nos proclama, vuelve a
insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe cristiana, la experiencia
del perdón, como fruto del amor auténtico.
Y la liturgia de este día nos propone tres miradas
distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para todos. La
primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la segunda nos
mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio el auténtico
rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.
El pueblo de Israel ha vivido una intensa relación con
Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la esclavitud de Egipto,
y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor, cuando comienzan a pasar
dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados que les ayuden a caminar
en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos fabricados por sus manos.
Esta ofensa a Dios deberá tener un castigo ejemplar, y
así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo entre Dios y Moisés,
dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada por la intervención
del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.
Para los israelitas el justo castigo de Dios se ha
convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha salido en su
defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios justiciero y
vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de mostrar
misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.
Ningún otro dios de los conocidos en su entorno
aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de Israel,
por la intercesión de Moisés, acoge la debilidad humana y se compadece de él.
La segunda experiencia es la vivida por el mismo San
Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su fe judía,
pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo perseguía,
experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el mismo
apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía en
Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor
que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha
sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha
vuelto a renacer.
San Pablo no olvida sus orígenes, ni niega la realidad
de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera, ese recuerdo no es
algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que vivir una vida
nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.
Esta experiencia es muy importante para nosotros,
porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la reconciliación y
de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a nuestra memoria y corazón, los remordimientos
del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y
dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.
Si Dios nos ha perdonado, debemos perdonarnos también
nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara nada, tampoco
nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su gracia y su
fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en su carta:
“podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino al mundo
para salvar a los pecadores”.
Y si eso no es suficiente tenemos el relato del
evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor de Dios
nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se
convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para
con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún
hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia
está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de
sus miembros.
Por eso la alegría de Dios por la vuelta y el
encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna forma
vivimos esa experiencia paterna o fraterna.
Sólo cuando se ama de verdad sin complejos ni
condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro no nos
importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento
y olvido.
Dios nos llama a vivir con responsabilidad nuestra
realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir que todo valga, y que los
malos comportamientos de unos carezcan de consecuencias para los demás. Cuando
alguien rompe la sana armonía, necesaria en toda convivencia y lo hace de forma
tan grave como lo es la violencia, el abuso o el crimen, no podemos hablar de
perdón y olvido como si nada hubiera ocurrido. Una cosa es salir en busca de
quien se pierde en el camino por errores y fracasos comunes a todos, y otra muy
distinta tener que ir tras aquel que ni se arrepiente del mal provocado ni pide
perdón a quien con tanta inquina ha herido. El perdón, que siempre es gratuito,
necesita de la actitud sincera de la conversión y de la reparación por parte
del pecador, y así además de recibir el gozo del perdón divino, podrá
experimentar también la auténtica acogida del hermano y su plena regeneración y
sanación.
La verdad, que ha de iluminar nuestros actos, nos
lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con humildad las
consecuencias de los mismos.
Pero lo mismo que sin la actitud de conversión no es
posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por quien ha sufrido el
mal tampoco curará su herida que por el contrario se infectará. El rencor, el
odio y el deseo de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye
es a quien lo integra en su vida como la razón de su lucha.
Ninguna relación humana puede asentarse en la
venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada por
Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.
El perdón es lo más genuino y grandioso de la fe
cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación con los
demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de misericordia y compasión. Que seamos capaces
de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades
para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos
sido salvados.
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