II DOMINGO DE
CUARESMA
8-03-20 (Ciclo
A)
En este segundo domingo de nuestro recorrido cuaresmal, la
primera interpelación que brota de la Palabra de Dios que acabamos de escuchar,
es la recibida por Abrahán, “sal de tu tierra y de la casa de tu
padre hacia la tierra que te mostraré”.
Esta llamada interior también la recibimos nosotros en este
tiempo de gracia, para vivir en profundidad el sentido cuaresmal de la fe, que
no es otro que el de ponernos en camino para desinstalarnos de nuestra forma de
vida antigua y asumir un modo de vivir más acorde con el espíritu del Señor
Jesús.
El camino que Abrahán es invitado a recorrer necesita un
equipaje ligero pero bien provisto de lo esencial. Deberá cargar su alma de
confianza para afrontar las largas penalidades como son el cansancio, la aridez
del desierto o la sensación de fracaso. Sólo la firmeza de su fe y el calor
afectivo de su relación con Dios le van a prevenir ante el desaliento y la
desesperanza futura.
La promesa realizada por Dios de enriquecerle con una gran
descendencia y de darle una tierra fértil y próspera, hay que creerla con toda
el alma para mantener el rumbo de su vida. Y fue precisamente por haber creído
hasta el final en aquella promesa de Dios, por lo que consideramos a Abrahán
como el padre de todos los creyentes.
Es importante recordar de vez en cuando de dónde brota la vida
religiosa y hacer memoria de aquellos que nos han precedido en el camino de la
fe. Sin embargo, esto no es suficiente para mantener nuestra propia
experiencia, ni desde ella podemos dar razón a los demás de lo que somos y
creemos cada uno de nosotros.
Nuestra fe no se asienta sólo en las vivencias de personajes
del pasado. Nuestra fe cristiana hunde sus raíces en aquella experiencia
apostólica de encuentro con el Resucitado pero al igual que los apóstoles,
necesitamos vivirla en primera persona para comprenderla en su profundidad.
Hoy el evangelio nos
narra un momento de la vida de Jesús compartido con los más íntimos del Señor.
La transfiguración es el gran anuncio de la resurrección de Jesús, anticipo de
su gloria y manifestación divina que le proclama como el
Hijo amado, el predilecto.
Desde nuestra comprensión actual de la fe, podríamos decir que
Pedro, Santiago y Juan vivieron una experiencia íntima, mística, de la realidad
divina de Jesús, incapaces de comprenderla en ese momento y menos de narrarla a
los demás, de ahí que fuera mejor que guardaran silencio y la madurasen en su
corazón.
San Mateo nos cuenta este episodio en la mitad de su
evangelio, como queriendo decirnos que lo que a partir de ahora va a suceder,
los últimos momentos de la predicación del Señor, su pasión y su muerte, no son
más que el preámbulo para el gran acontecimiento de nuestra salvación; el Jesús
de la historia, el Nazareno que ha ido anunciando la Buena Noticia del Reinado
de Dios, aquel que pasó haciendo el bien y sembrando de esperanza los corazones
desgarrados, que anunciaba la liberación de los oprimidos y devolvía la salud a
los enfermos, es el Mesías, el Cristo, el Dios con nosotros.
Y aunque los últimos momentos de la vida de Jesús, su
prendimiento, tortura y muerte, dejara abatidos y en lo más frustrante de los
fracasos a quienes habían puesto su vida y su esperanza en él, gracias a esa
experiencia vivida a su lado, comprendieron que era Él mismo quien ahora se
acercaba hasta ellos, resucitado.
La transfiguración del Señor fue como todos los momentos de la
vida de Jesús única e irrepetible. Ninguno de nosotros puede acercarse a lo
vivido por aquellos privilegiados de la historia. Pero por su testimonio y
entrega, por la sucesión apostólica que llega hasta nuestros días, y por
nuestra vivencia personal de encuentro con Jesucristo a través de la oración y
del servicio a los demás, podemos comprender la experiencia del Tabor.
Cada vez que en medio de nuestras penumbras buscamos momentos
de soledad y oramos con confianza al Señor pidiéndole que nos ilumine, que nos
fortalezca y ayude, sentimos el calor de su presencia que alienta y sostiene
nuestra debilidad. Es como si también nosotros pudiéramos notarle cercano y
accesible. Escuchando su palabra que nos anima a seguir adelante con confianza
y serenidad.
Los cristianos no nos anclamos en una historia del pasado,
aunque sus momentos históricos ocurrieran entonces. Nosotros seguimos a
Jesucristo resucitado, a cuya vida nos acercarnos a través del testimonio que
se nos ha transmitido y que de alguna manera también hemos experimentado
personalmente, de forma que hoy somos nosotros los depositarios y testigos
cualificados del Resucitado.
El silencio que Jesús pidió a los apóstoles, fue para no
adelantar acontecimientos que era necesario vivirlos en su cruda realidad. Pero
el impulso misionero y evangelizador que brotó de la luz pascual, es ya
imparable y está en nuestras manos mantenerlo vivo y fecundo.
Como nos dice el apóstol Pablo en su segunda carta a Timoteo,
tomad parte en los duros trabajos del Evangelio, según las
fuerzas que Dios os dé. Esa es nuestra misión a la cual no
podemos renunciar como cristianos, y menos en el presente de nuestra realidad
actual, social y religiosa. Esta es la vida entregada de nuestros misioneros,
quienes siguen haciendo brillar en medio del mundo la llama de la fe.
En un tiempo como el presente, donde los cauces de información
son tan extensos y veloces, y en el que las propuestas para vivir de
determinadas maneras son tan diversas y en ocasiones tan contrarias a lo que
nosotros entendemos como vida digna y realmente humana, se hace preciso y urgente
que los cristianos manifestemos con tesón y valentía el estilo de vida que
propone el evangelio del Señor y que nos sintamos llamados a vivirlo con
coherencia y gozo.
La fe como nos enseñaba el
Santo Papa Juan Pablo II, “no se impone, se propone”, y el único medio
eficaz y veraz de transmisión es el testimonio personal acompañado del anuncio
explícito de Cristo.
Es verdad que muchas veces nos sentiremos injustamente
tratados o incomprendidos, y que el ambiente social no es respetuoso con la
Iglesia a la que pertenecemos y en la que compartimos nuestra esperanza, que
incluso siguen existiendo zonas del mundo donde los cristianos exponen
arriesgadamente su vida por confesar y vivir la fe. Pero no podemos quedarnos
encerrados en los templos para vivir una fe en secreto y al calor de los
nuestros, ya que una fe que no se comparte y tiene vocación de universalidad,
no responde al mandato misionero de Jesús; “Id a todo el mundo y anunciad
del Evangelio”.
Que la fuerza y el amor del Señor Jesús nos ayuden a vivir el
gozo de la fe y así la podamos transmitir a los demás con renovada esperanza.
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