DOMINGO XV
TIEMPO ORDINARIO
12-07-20
(Ciclo A)
El domingo
pasado escuchábamos en el evangelio, cómo Jesús daba gracias a Dios porque se
había revelado a los sencillos y humildes, y no a los que se tienen por sabios
y entendidos. Esa revelación divina, se nos ofrece por medio de la palabra del
Señor, quien adaptaba su lenguaje para que pudieran entenderle todos,
utilizando parábolas, ejemplos de la vida concreta y cercana que cada uno podía
comprender con mayor facilidad.
Durante
estos domingos Jesús nos va a hablar del Reino de Dios, ese va a ser el centro
de su mensaje, a la vez que el motivo principal de su misión, procurar que ese
Reino vaya emergiendo en medio de nosotros y su búsqueda se convierta en el
objetivo fundamental de nuestras vidas.
Y lo
primero que nos enseña el Señor, es que para posibilitar el desarrollo del
Reino de Dios, es prioritario preparar el terreno donde su semilla debe
germinar, para lo cual nos propone esta hermosa parábola que acabamos de
escuchar, y que no por muy oída acaba de calar en nuestro ser.
Ante todo
Jesús nos muestra cómo ese Reino de Dios no es obra del hacer humano, ni tan
siquiera por mucho que lo anhele su corazón. El Reino de Dios es un regalo que
se nos da por pura gratuidad y generosidad de Aquel que nos ha creado para
compartir su misma vida en plenitud. Y como nos cuenta la parábola, es el
Sembrador quien sale a sembrar, y su semilla es esparcida por toda la tierra
con idéntica abundancia y generosidad.
El Sembrador
no escatima en su esfuerzo, y no repara en gastos a la hora de procurar que
sobreabunde el fruto en la tierra. Y como nos ha recordado el profeta Isaías en
la primera lectura, Dios confía en que al igual que como baja la lluvia y la nieve del cielo, y no vuelven allá, sino
después de empapar la tierra, de fecundarla y hacerla germinar,…, así será
su palabra que sale de su boca, no volverá a él vacía sino que hará su
voluntad.
Sin
embargo, como sigue diciendo Jesús, parte de esa semilla cae al borde del
camino, o en terreno pedregoso, o entre zarzas. En unos casos será pisada por
la gente o alimento para pájaros, en otros se secará por falta de profundidad y
en otros casos la fuerza de las zarzas que la rodean la ahogarán antes de que
se desarrolle.
Así siente
Jesús que está resultando la siembra de su Palabra en medio de su pueblo. Un
pueblo que inicialmente parecía estar abierto y dispuesto a escucharle, que
animados por el testimonio de Juan el Bautista y ante el asesinato de éste, van
en busca de Jesús para sentir revitalizada su esperanza, pero que ante las
dificultades que comienzan a surgir, las expectativas que se habían creado y
que nada tenían que ver con el mensaje de amor y entrega del Señor, y la
presión de los poderosos que atemorizan y amenazan cualquier atisbo de cambio y
de justicia, hacen que se pierdan por el camino y comiencen a abandonar el
entusiasmo original.
La semilla
del Reino de Dios no desarrolla su fruto de forma inmediata e inminente.
Requiere también de nuestro trabajo confiado y paciente, para lo cual es
imprescindible que hunda sus raíces en la profundidad de una tierra buena,
fértil, fecunda, limpia de otras yerbas o intereses creados que puedan ahogarla
antes de crecer.
Y esa
tierra también ha sido encontrada por el Sembrador dando fruto abundante y
generoso.
Los
creyentes debemos ser buena tierra donde germine con vigor la semilla del Reino
de Dios, porque en la vida concreta del cristiano es donde han de darse los
frutos del amor, la misericordia y el servicio que transformen por completo
toda la realidad social y eclesial. Esta tierra humana y limitada que somos, ha
de velar para protegerse de dos peligros siempre presentes, uno externo y otro
interno.
El externo no es otro que las dificultades que se
derivan de este mundo nuestro tan materialista e indiferente ante las
necesidades de los demás. En él la semilla de la fe encuentra la aridez de una
tierra que sólo se preocupa del bienestar egoísta y donde los valores de la
generosidad y la sencillez difícilmente pueden arraigarse ante la dureza del
corazón.
Pero también se encuentra con dificultades internas y
que al igual que la cizaña amenazan con ahogar los espíritus débiles e
inmaduros. En ocasiones los mismos cristianos ponemos graves dificultades al desarrollo del Reino de Dios. Fomentamos
la división entre nosotros, acogemos ideologías contrarias al evangelio y facilitamos con nuestro
silencio propuestas deshumanizadoras. Es verdad que muchas veces las presiones
del ambiente nos hacen experimentar la debilidad de nuestras convicciones, pero
estas sólo sucumben cuando han perdido sus sustento y fundamento, es decir
cuando nos lanzamos a los brazos de otros dioses que nos han deslumbrado con su
brillo superficial. Si nuestra fe es débil, y no la alimentamos adecuadamente,
pronto se diluirá en la nada. La semilla del Reino de Dios que hoy nosotros
debemos esparcir con generosidad y en abundancia requiere de permanentes
cuidados para que, limpia de obstáculos, arraigue primero en nuestro ser, y así
germine en frutos de vida y de esperanza.
Hoy también nosotros debemos salir como sembradores a
sembrar. Sembrar la semilla de la fe en el hogar y en el trabajo, entre
nuestros niños, jóvenes y mayores. Sembrar una palabra de denuncia de las
injusticias que atentan contra la dignidad del ser humano y el respeto de las
vidas más débiles. Sembrar la esperanza gozosa de Cristo resucitado, para que
encuentre corazones dispuestos donde el Señor haga germinar abundantemente su
gracia y su amor, y así el fruto que cada uno coseche, redunde en beneficio de
la humanidad entera. Que él bendiga nuestro servicio generoso, arraigándolo en
la tierra fecunda de nuestros corazones, y lo premie con el gozo inmenso de
sabernos fieles colaboradores suyos en la instauración de su Reino de amor, de
justicia y de paz.
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