DOMINGO XXIV
TIEMPO ORDINARIO
13-9-20
(Ciclo A)
Si el
domingo pasado Jesús nos enseñaba a corregir al hermano, desde esa actitud tan
auténtica de la corrección fraterna, hoy el Señor realiza una llamada a la
generosidad en el perdón. Un perdón que proviene de su amor y misericordia, y
del que todos estamos necesitados por igual. De tal modo que si nuestro ánimo
se deja llevar por la mezquindad, a la hora de acoger al hermano, ponemos en
serio riesgo nuestra capacidad para acercarnos de forma auténtica al perdón de
Dios.
La Palabra de Dios nos invita precisamente a tomar
conciencia de nuestra común condición de pecadores, de manera que al asumir
nuestra limitación y miseria, nos hagamos sensibles a las debilidades de los
demás, y sobre todo, asumamos el serio compromiso de transformar nuestras
vidas, en el camino de la conversión y del encuentro gozoso con Jesucristo que
nos perdona setenta veces siete, es decir siempre que de corazón y verdad,
acudamos a él.
Pero la triste realidad de nuestros días, es que
evitamos enfrentarnos de forma madura a nuestra propia verdad, justificando
nuestros comportamientos y dulcificando las actitudes que en ellos se
manifiestan para no asumir la responsabilidad que de los mismos se puedan derivar.
Y lo primero que hacemos en este sentido es devaluar
la realidad del pecado. De hecho es una palabra que sólo se utiliza para
ridiculizar las prácticas religiosas, creyendo que de este modo superamos sus
efectos reales y alejamos de nosotros sus consecuencias.
Al rechazar y diluir en la banalidad, los
comportamientos contrarios a una recta moral, formada de manera adulta en los
valores del evangelio, o de la misma ética social, el hombre de hoy se erige en
paradigma de su comportamiento, rechazando cualquier intervención distinta de
su antojo a la hora de valorar y decidir sus actos.
Y cuando esto ocurre, la decadencia personal y el
desastre colectivo se abren paso de manera inexorable.
Es doctrina fundamental de nuestra fe, que Cristo
murió por nuestros pecados, y que en la Cruz, Jesús redimió a la humanidad
entera. Por lo tanto cuando un cristiano se permite el lujo de decir que él no
tiene pecado, simplemente está rechazando la obra redentora de Cristo en su
vida, y alejando de sí de su efecto salvador.
Todos, en virtud de nuestra común condición humana,
estamos sometidos a las consecuencias del mal en nuestras vidas, y ese mal
tiene resultados para nosotros, bien como causantes del mismo o como víctimas
de su efecto. Y hace falta una gran calidad humana, manifestada en la humildad
del corazón, para aceptar con sencillez nuestra responsabilidad y acudir al
Señor para acoger su misericordia y perdón.
El evangelio que acabamos de escuchar nos da una gran
lección de lo que significa la misericordia divina, y del camino que nos
conduce a ella, así como de las consecuencias letales que para el hombre tiene
su rechazo y orgullosa obstinación.
Todos queremos que se nos mire con misericordia y
bondad. Y por grandes que sean nuestras miserias, siempre buscamos la compasión
y comprensión. Sin embargo cuanto nos cuesta ejercitar esas mismas actitudes
con los demás. Jesús, buen conocedor del corazón humano, acoge la pregunta de
Pedro para dar una lección de lo que significa el perdón, y nos ofrece el único
camino que conduce hacia él.
En primer lugar, vemos como un gran deudor, o en
términos morales, un gran pecador, se presenta ante su Señor a rendirle
cuentas.
Y cuando es requerido ante el tribunal, y siendo
consciente de la enorme pena que le será impuesta por su gran pecado, se
humilla ante el Señor pidiendo clemencia. Y Dios, representado en aquel rey, se
compadece de él perdonándole todo, devolviéndole su dignidad y libertad.
Pero ésta persona lejos de haber vivido con auténtica
conversión este regalo divino, manifiesta su desprecio del mismo cuando
teniendo ante sí a un hermano que le adeuda una miseria, lo trata con
implacable dureza y sin compasión.
El episodio narrado causa tanto espanto entre quienes
lo contemplan que acuden al Señor a narrarle lo sucedido. Y el resultado es
concluyente, así como has actuado tú con tu hermano, serás justificado o
condenado.
No podemos presentarnos ante el Señor pidiendo su
misericordia con auténtica actitud de conversión, si no somos capaces de vivir
la compasión con nuestros hermanos. De hecho cuando ponemos en nuestros labios
la oración que Jesús nos enseñó, y pedimos al Señor que perdone nuestras
ofensas, seguidamente decimos “así como nosotros perdonamos a los que nos
ofenden”, y si es verdad que el perdón de Dios no puede ser condicionado por la
acción del hombre, resulta en la práctica del todo imposible, poder aceptar el
perdón divino, si no somos capaces de acoger y ofrecer el perdón humano.
El sacramento de la reconciliación, donde nosotros
acudimos con sencillez ante el Señor, presente en la persona del sacerdote, es
cauce ordinario y eficaz de la misericordia divina. No importa la gravedad o la
levedad de nuestro pecado, lo importante es la actitud de autenticidad que en
nuestra alma se vive, para presentarnos ante Dios con la verdad de nuestra
vida.
Y tengamos presente una cosa, la mayor frecuencia en
la recepción de esta gracia, nos ayuda a mejorar eficazmente nuestro ser,
porque el don de Dios realiza su acción sanadora cuando dejamos que sea él
quien nos orienta y estimula, ayudándonos a levantarnos después de la caída.
La práctica de la confesión ha descendido en nuestros
días, de forma alarmante, especialmente en nuestras sociedades tan
secularizadas. Y mirad, el hecho de no confesarnos no nos ha hecho mejores
personas, ni ha mejorado las relaciones entre nosotros, más bien al contrario.
Cuando impido que mi vida sea contemplada con otros ojos distintos de los míos,
y cierro mis oídos a los consejos que desde el evangelio el ministro de la
Iglesia me ofrece, para mi mejor provecho y conversión, al final voy expulsando
a Dios de mi vida, para situarme yo en su lugar, constituyéndome en principio y
fin de mis acciones y deseos.
Pidamos en esta Eucaristía la gracia de acoger la
verdadera conversión que el Señor nos ofrece. Que nunca desconfiemos de Él que
se acerca para restañar nuestras heridas con el bálsamo de su misericordia, y
que sepamos encontrar en este sacramento de sanación la fuerza necesaria para
aceptar la verdad de nuestra existencia, presentarla con confianza ante el
Señor, acoger su misericordia salvadora, y así comprender y perdonar a nuestros
hermanos, como deseamos que Dios nos acoja y perdone a nosotros.
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