DOMINGO VI DE PASCUA
9-05-21(Ciclo B) Pascua del Enfermo
El tiempo pascual que estamos viviendo
camina hacia su punto culminante que será la fiesta de Pentecostés, y desde la
perspectiva de los domingos que hemos celebrado, podemos recordar lo esencial de
este camino. Los tres primeros domingos de pascua nos mostraban la alegría del
encuentro con Cristo resucitado. Desde diferentes experiencias personales y
comunitarias, los discípulos dispersados por el miedo y la frustración, vuelven
a reunirse tras su encuentro con el Resucitado y la evidencia de que el Señor
está vivo. El triunfo de Jesús sobre la muerte, será el núcleo de su mensaje,
el fundamento de sus vidas y la única verdad por la que merece la pena entregar
su existencia.
Así van caminando inicialmente de la mano
del Señor quien les ayuda a comprender los gestos y las palabras expresadas y
realizadas en su vida mortal.
Los siguientes domingos nos han ido
mostrando, a la luz de esa experiencia pascual el rostro del Buen Pastor que da
la vida por sus ovejas, y la necesidad de permanecer unidos a Jesucristo como
el sarmiento a la vid, ya que sólo desde esa unidad esencial y fecunda,
podremos dar fruto abundante y mantener vivas nuestra fe y esperanza.
Hoy la palabra de Dios nos abre la puerta
a una experiencia aún más profunda en este camino de encuentro con el Señor,
mostrándonos la esencia misma de Dios. “Dios es amor”. Y todo lo demás que
podamos decir de nuestro Dios deberá ser interpretado a la luz de esta certeza
fundamental. Dios es amor, y por eso comprendemos que su desvelo por el ser
humano, hechura de sus manos, le llevara a encarnarse en nuestra naturaleza e
historia para compartirla y redimirla para siempre.
Que Dios es amor nos lo ha estado
repitiendo incansablemente Jesús en todos los momentos de su vida, cuando se
acercaba a los enfermos, o bien acogía a los marginados. Cuando reinterpretando
los preceptos y leyes enseñaba que el centro de toda conducta ha de estar en
hacer el bien a los demás y evitarles cualquier mal.
Que Dios es amor se transparentaba en su
mirada cuando conmovido por el dolor de los débiles, se entregaba a ellos en
cuerpo y alma. Así se entienden con toda verdad sus palabras que aún resuenan
en nuestra mente, “Nadie tiene amor más
grande que el que da la vida por sus amigos”, y es que Jesús sí entregó su
vida, pero no sólo por sus amigos, sino por todos, incluso por quienes
provocaron su condena y jalearon su muerte.
Esta seña de identidad de Jesús no sólo
es un rasgo de su persona, es además para todos nosotros mandamiento novedoso y
esencial de la fe; “esto os mando: que os
améis unos a otros”. La vida y la muerte de Jesús no son una representación
para los anales de la historia humana. Para muchos que no han encontrado al
resucitado en sus vidas sí se ha quedado en las notas de la vida de un hombre
del pasado. Por eso andan tan preocupados en buscar sólo su humanidad y si no
tienen suficientes datos que les agraden se los inventan dándolos al mundo como
primicias de sus propias proyecciones.
Pero la vida y la muerte de Jesús han de
ser contempladas a la luz de su resurrección. Porque es desde ella como podemos
entender que sus palabras y sus obras tienen sentido y siguen siendo camino,
verdad y vida para todos nosotros.
Jesús nos ha amado como el Padre le amó a
él. Sin límites ni condiciones, con absoluto desprendimiento de sí mismo y con
entera disposición para entregar la propia vida. Y como medio eficaz para poder
desarrollar ese amor sólo nos muestra un camino, cumplir la voluntad de Dios,
sus mandamientos, condición de posibilidad para lograr una auténtica humanidad.
Los mandamientos de Dios no son un código de normas desencarnadas; para amar a
Dios sobre todo, y al prójimo como a uno mismo, debemos antes recorrer un
camino de respeto, de mirada limpia y corazón honesto, que nos haga capaces de
reconocernos como hermanos e hijos del mismo Padre Dios.
Los mandamientos de Dios no son un
tratado para mentes infantiles, son el reconocimiento adulto y maduro de que
aquello que haga a los demás o deje de hacer por ellos, repercute de forma
positiva o negativa en mí mismo y en quienes me rodean, haciéndome responsable
de ello, para bien y para mal.
Para amar a Dios debo conocerle, y para conocerle necesito escuchar su palabra y contemplar sus obras en la persona de quien es claro reflejo de su ser, Jesucristo su Hijo amado. Si desconozco la vida de Cristo, si no me acerco a su evangelio narrado por aquellos que compartieron su vida y que fue escrito poco después de su muerte y resurrección para alimentar y sostener la fe de las comunidades cristianas nacientes, si no dejo que el testimonio de aquellos creyentes que entregaron su vida por amor al Señor vaya calando en mi vida, entonces seguiremos caminando como ovejas descarriadas, a merced de los lobos que destrozan y dispersan el rebaño del Buen Pastor.
Todas las palabras y las obras de Jesús,
tienen una única finalidad: “os he
hablado de esto para que mi alegría esté en vosotros, y vuestra alegría llegue
a plenitud”.
El amor del Señor es de tal magnitud y
pureza, que no se ha guardado nada de su experiencia de Dios. Su deseo más
intenso es que nosotros, sus discípulos y amigos, lleguemos a experimentar en
nuestra vida sus mismos sentimientos, gozos y horizontes; compartiendo junto a
él una vida verdaderamente plena en la que nuestra humanidad se identifique
tanto con la de Cristo, que participemos de la plenitud de su vida divina.
Este es el verdadero amor, el que no se
racionaliza ni se sopesa, el que no calcula sus beneficios o se resguarda ante
posibles agresiones. El amor de Dios, como nos recuerda el apóstol S. Pablo, “disculpa sin límites, cree sin límites,
espera sin límites, aguanta sin límites. El amor no pasa nunca”. (1 Co
13,7-8a)
Hoy celebramos también la Pascua del
enfermo. La Iglesia desde siempre ha tenido especial cuidado y ternura para con
sus miembros más necesitados y débiles, conforme al estilo de vida de Cristo,
salud de los enfermos.
Es en las situaciones de mayor debilidad,
de sacrificio y penuria donde se manifiestan los verdaderos amores. Amar al
sufriente, al dependiente, a quien nada puede hacer ni tan siquiera por sí
mismo. Amar, cuidar y compartir la vida de nuestros enfermos, es abrir el
evangelio del Señor y mostrar al mundo lo que significa la sacrosanta palabra
“amor”.
Y esta experiencia cristiana de proteger y amar a los débiles, es en nuestros días un clamor irrenunciable. Cuando pervertimos la mirada sobre el otro, y condicionamos su existencia a nuestro bienestar o beneficio, entonces se resquebraja el valor de la vida humana hasta denigrarla y hacer de ella un medio para mis fines; de tal manera que si me sirve la conservo y si me estorba la suprimo, silenciando la propia conciencia que denuncia la crueldad de esta agresión mediante leyes ideológicas e inmorales que amparan la supresión del indefenso. Quienes promulgan estas leyes, o las consienten con su silencio cómplice, pretenderán justificar este crimen como el ejercicio de un derecho, pero la evidente maldad de aniquilar una vida humana indefensa, deja a la intemperie la realidad de su mentira e injusticia.
Dios, que es amor, nos ha creado en el amor, para que al ser amados primero por Él, vivamos en la dinámica creadora del amor al prójimo como a uno mismo. Porque el amor a los demás es el crisol del amor auténtico ya que “Si alguno dice: “Amo a Dios”, y aborrece a su hermano, es un mentiroso; pues quien no ama a su hermano, a quien ve, no puede amar a Dios a quien no ve”. (1Jn 4,20)
Que el Señor nos ayude para saber dar
siempre razón de nuestra fe, no sólo de palabra, sino especialmente con las
obras del amor a los hermanos más débiles, a fin de que nuestro compromiso por
su defensa y dignidad, les llene de vida y de esperanza.
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