jueves, 29 de abril de 2021

DOMINGO V DE PASCUA

 


DOMINGO V DE PASCUA

2-5-21 (Ciclo B)

      “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante”.

      Esta frase del evangelio, podemos acogerla hoy como el resumen de toda la Palabra proclamada, y además como el principio de la comunión en la Iglesia, nota fundamental de nuestro ser Pueblo de Dios.

      Durante estos días vamos celebrando con alegría el tiempo gozoso de la Pascua. En el que recordamos el núcleo de nuestra fe, la resurrección del Señor. Somos cristianos porque reconocemos en Jesús a nuestro Salvador, el Dios con nosotros que ha vencido a la muerte y nos ha abierto el camino de la vida en plenitud.

      Toda la liturgia de este tiempo de gracia nos muestra cómo vivieron aquellos discípulos este momento tan importante. Unos se encontraron la tumba vacía, otros descubrieron a Jesús resucitado cuando huían hacia Emaús. Otros reciben su visita cuando encerrados por el miedo a los judíos más necesitaban de la fuerza del Señor.

      Hay quien a pesar de todo no lo cree y necesita tocar personalmente al Señor para aceptarlo. Y también habrá quienes crean en él sin haberlo visto nunca y se fíen del testimonio de otros creyentes.

      Nuestra fe no es sólo la crédula aceptación de lo que otros dicen. Es una fe personalizada en nuestro encuentro personal con el Jesucristo, y avalada por el compromiso auténtico de otros hermanos que a lo largo de los siglos han vivido la unidad de la fe, sabiendo compartir su esperanza y buscando honestamente la voluntad de Dios en cada momento.

      Aquí está la única garantía que los cristianos tenemos de andar por el camino de la verdad, la comunión eclesial. Todos somos libres para pensar, decidir y optar en la vida, pero todo ello ha de estar iluminado por nuestra fe cristiana, la cual será auténtica y verdadera si se vive en la plena unidad eclesial. La comunión entre los cristianos que formamos la Iglesia es la única garantía de autenticidad y fidelidad a Cristo.

      S. Pablo comprendió muy bien esta necesidad de comunión eclesial. Él se sentía elegido por el mismo Jesús en aquel camino hacia Damasco. En su encuentro con el Resucitado experimenta una transformación vital, de modo que de perseguidor de cristianos pasará a ser testigo cualificado de la fe. Elegido personalmente por el Señor para abrir el evangelio a los gentiles, a los alejados.

      Sin embargo, y pese a saberse enviado por el mismo Jesucristo, siente que le falta algo fundamental, el reconocimiento del grupo de los discípulos de Jesús, y en especial de aquellos que el mismo Señor colocó al frente de su pueblo, los Apóstoles con Pedro a la cabeza.

No se puede ser cristiano por libre, al margen de la Iglesia. Una cosa es creer en algo, y otra muy distinta creer en Jesucristo. Las creencias u opiniones subjetivas no conllevan la entrega de toda la vida. La fe en Jesús implica su seguimiento, la adhesión vital a su persona y la vinculación al grupo de sus seguidores que es la comunidad cristiana, la Iglesia, fraternidad de hermanos que comparten su fe, congregados en el amor.

      Así es como debemos vivir nuestra experiencia cristiana. Necesitamos de los demás para sentir de forma afectiva que somos parte de la gran familia cristiana. Por Jesús hemos descubierto el rostro paterno de Dios. En Jesús hemos sido adoptados como hijos por Dios y así nos reconocemos hermanos. Y es en esta fraternidad donde recibimos el envío misionero por el Espíritu Santo que se nos ha dado en el bautismo.

      Fuera de la Iglesia se hace muy difícil vivir la fe en Jesús; y al margen de ella, es imposible asegurar que esa fe nuestra sea auténticamente cristiana.

      La unidad entre la vid y los sarmientos es tan esencial, que si nos separamos del tronco que nutre la fe, que es Cristo, acabamos secando nuestra esperanza y vaciando de sentido nuestras opciones. Y esa unidad con Jesucristo sólo se puede garantizar si vivimos unidos entre quienes nos reconocemos sus discípulos y hermanos en el amor del Señor. Lo cual no es por capricho nuestro, sino por expreso mandato suyo.

      Para asegurar esta dimensión comunitaria, Jesús instituyó el grupo de los Doce. Aquellos discípulos del Señor que vivieron a su lado y recibieron de Él el envío de anunciar el Evangelio a todas las gentes, fueron sucedidos por otros hermanos en la fe, los obispos. Y en esta sucesión apostólica que llega hasta nuestros días, se sustenta la misión de velar por la unidad de la Iglesia, la comunión entre sus miembros y la garantía para que todos seamos realmente fieles seguidores de Cristo.

      Los ministerios en la Iglesia no son motivo de poder, ni de orgullo, ni de prestigio social. Son servicios para la unidad, la verdad y la esperanza de todos. Ni el Papa ni los Obispos han de ser vistos como modelos de jefes o mandatarios a la usanza del poder civil. La autoridad en la Iglesia no es sinónimo de poder sino de sacrificio y entrega a los demás, y en todo caso su ejercicio no es para un beneficio personal sino como disponibilidad y entrega para el bien de los hermanos.

      Cuando nos distanciamos del sentimiento unitario de la comunidad eclesial, y elevamos a categoría de absoluto nuestro propio pensamiento individual, cerrando la puerta al contraste y a la escucha de los hermanos, al final también nos cerramos a la palabra del mismo Dios. Y si perdemos esta necesaria referencia al evangelio de Jesús, convertiremos la fe en ideas sonoras, pero vacías de contenido real.

      Precisamente esta falta de atención a la voz de los hermanos y de los pastores de la Iglesia, es lo que nos lleva a situarnos ante problemas cruciales del presente de una forma superficial y excesivamente a-crítica, dejándonos llevar por la marea del pensamiento hedonista, y perdiendo capacidad de ser luz y referente para los demás.

La identidad cristiana ha de unir la confesión de la fe en Jesucristo con el testimonio de una vida que se desarrolla en coherencia con su Evangelio. Y cuando surgen dudas legítimas en el ejercicio cotidiano de nuestras responsabilidades familiares y sociales, es más que razonable el intentar dirimirlas a la luz de la fe, mediante el contraste con otros creyentes en la comunión eclesial.

Vamos a pedir hoy al Señor por esta unidad esencial en su Iglesia, para que en medio de tantos intereses personales e ideológicos, no olvidemos nuestra vocación de hijos de Dios en permanente atención a su llamada, y dejemos que sea Jesucristo, el Señor, quien nos ayude a descubrir que nuestra dicha está en este proyecto de hermanos que él nos ofrece.

Que sintamos siempre que la comunión eclesial es similar a la unidad del sarmiento a la vid, y así vivamos una fe vigorosa y fecunda en medio de nuestro mundo, siendo luz que ilumine con la verdad del evangelio, y sal que dé sabor por nuestro testimonio generoso y fiel.

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