DOMINGO XIV TIEMPO ORDINARIO
4-07-21 (Ciclo B)
“No
desprecian a un profeta más que en su tierra”.
Esta
frase con la que termina el evangelio de hoy nos revela el amargo sentimiento de
Jesús ante el rechazo de los suyos. Él, que es bien recibido por las gentes de
pueblos y ciudades lejanos de su tierra, vive sin embargo la desconfianza y la
sospecha que suscita entre sus paisanos, lo cual no hace más que aumentar los
sinsabores de su misión y sentir cómo son precisamente aquellos en quienes más
confiaba los que le dan la espalda; “¿no es ese el hijo del carpintero?”.
San
Marcos nos muestra el lado más duro de la tarea profética; el desprecio y la
indiferencia de los destinatarios del evangelio. Y aquel desánimo que vivieron
Ezequiel, San Pablo y el mismo Jesús, sigue siendo una realidad presente hoy
entre nosotros.
Muchas
veces queremos compartir nuestra experiencia de fe entre los nuestros, con
nuestros familiares más cercanos y amigos, y esa falta de respuesta positiva
por su parte, e incluso de respeto, hace que vivamos nuestra fe en silencio,
ocultándola por miedo al rechazo o a la burla.
Cuantas
veces escuchamos a tantos padres y abuelos, el sufrimiento que sienten al no
poder transmitir la fe que viven como un don de Dios, a sus hijos y nietos.
Hasta os echáis la culpa como si dependiera sólo de vosotros.
Nada
más lejos de la realidad. Vuestro testimonio de vida, y vuestro anuncio
explícito de Jesús aun cuando vivís la oposición del ambiente, demuestra que
realmente Dios ocupa un lugar central en vuestra vida, y por eso lo celebramos
en medio de la comunidad cristiana, para sentir la fuerza renovadora del
Espíritu Santo que nos envía al mundo a seguir construyendo el Reino de Dios.
Jesús,
a pesar de todas las dificultades, seguía proponiendo un estilo de vida nuevo.
Su palabra y su vida causaban extrañeza porque no era como la de los demás. En
un mundo condicionado por los intereses particulares, donde los valores se
centran en el poder, el dinero o el placer, él muestra otra senda distinta
cargada de solidaridad y misericordia, y en la que el valor fundamental es el
amor, semilla de justicia, de esperanza y de paz.
Del
mismo modo nosotros hoy, sólo necesitamos del aval de nuestra vida para vivir
la fe con autenticidad. Aunque el mundo entero nos cuestione y critique, no
podemos responderle con juicios y condenas. Desde el evangelio de Jesús sabemos
que la fe es un don de Dios que hemos de proponer con sencillez y gratitud,
pero nunca se ha de imponer con medios que violentan la libertad de la persona.
Una
fe impuesta carece de amor, y por lo tanto ni libera ni salva, sólo oprime y
angustia. Quien vive un cristianismo intransigente, sin caridad ni esperanza,
acabará convirtiéndose en un
fundamentalista. Cristo no entregó su vida para consagrar teorías
ideológicas y moralistas sino para que
todos encontremos el camino de nuestra salvación, desde la respuesta libre y
gozosa al amor que Dios nos tiene.
Por eso lo importante de la vivencia
militante de la fe, no está en los frutos apostólicos que de nuestro testimonio
se puedan derivar, sino de la misma alegría que surge en lo más profundo de
nuestro corazón por el mismo hecho de sentirnos amados por Dios, y esto
ciertamente emerge con fuerza mediante la entrega amorosa a los demás.
Jesús se desvivía para transmitir a las
gentes el inmenso amor de Dios para con todos, en especial los más pobres y
débiles, los últimos y marginados. Y su entrega era fortalecida no por la
respuesta de los que pudieran seguirlo o rechazarlo, sino por ese amor de Dios
que llenaba su corazón, fortalecía su esperanza y manifestaba con sencillez,
pero viva elocuencia, que el Reino de Dios había llegado con Jesús.
El
evangelista S. Marcos termina su relato diciendo que Jesús no pudo hacer allí
muchos milagros y que se extrañaba de su falta de fe. Sin embargo curó a
quienes se abrieron a él y mostraron su confianza en el Señor.
Cuando
nosotros nos sintamos rechazados por la fe, bien por confesarla ante los demás
o bien porque nuestros esfuerzos por transmitirla no sean suficientemente
acogidos, no nos desanimemos ni perdamos la esperanza, Dios sabe cómo llevar
adelante su obra, y en cualquier caso hemos de tener presente que no somos
nosotros los dueños de la mies, sino él.
Y
sobre todo mantengamos fresco el ánimo del corazón, porque en cualquier caso,
ser seguidores de Jesucristo es la mejor apuesta de nuestra vida, nos llena de
gozo y nos sostiene en la adversidad. Si para muchos la Iglesia es una mera
institución, para nosotros es nuestro hogar, el espacio vital en el que nos
sentimos reconocidos y en el que podemos compartir la misma esperanza. En
definitiva, el hogar familiar donde somos acogidos y respetados por lo que cada
uno es, y no por lo que las expectativas del ambiente o de la moda exigen en
cada momento.
Por eso seguimos celebrando cada domingo la Eucaristía. Ella es el centro de la vida cristiana, fuente y culmen de nuestra fe, y ante el Altar, congregados como hermanos y hermanas, sentimos la presencia del Señor que nos sigue animando con su palabra y fortaleciendo con su Espíritu de amor.
Pidamos
en esta celebración al Señor, que siga alentando nuestra vocación
evangelizadora. Que encontremos la manera oportuna de transmitir a los demás la
fe que compartimos y que sintiendo el afecto y el estímulo de los demás
cristianos, podamos dar testimonio de nuestra fe con el ejemplo de nuestras
vidas.
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