DOMINGO
VII TIEMPO ORDINARIO
20-02-22
(Ciclo C)
Un domingo más nos reunimos como comunidad cristiana para celebrar nuestra fe. Qué necesario es en nuestros días poder contar con un espacio como este, donde con serenidad y apertura de corazón, podamos escuchar la Palabra de Dios, y compartir el Pan de la eucaristía que fortalece, anima y sostiene nuestra esperanza.
Una Palabra que de la mano del evangelista S. Lucas
resuena con especial fuerza ya que nos confronta con la realidad de nuestras
vidas.
“Sed compasivos, como vuestro Padre es compasivo”. Qué evangelio tan entrañable y concreto, con qué claridad el Señor nos sitúa ante las actitudes más profundas de nuestra vida y nos revela a su vez las entrañas misericordiosas de Dios, nuestro Padre.
Jesús sabe perfectamente lo que a todos nos cuesta
caminar por la senda de la perfección. Él mismo será blanco de críticas, se irá
granjeando poderosos enemigos, sufrirá la injusticia y el desprecio, y a los
ojos de cualquiera estaría más que justificado por su parte, emplear la misma
moneda para pagar a quien tanto daño le causa.
Sin embargo, él entiende muy bien que su misión no es
la de mantener la dinámica del “ojo por ojo y diente por diente”, tan empleada
en las relaciones humanas. Ni tan siquiera la de juzgar a quien en su vida se
introduce por esa senda del rencor y la venganza.
Jesús ha asumido una vocación que le llevará a
instituir un camino nuevo, fresco y fecundo en el que la semilla de la
misericordia y del perdón hará que germine el Reino de Dios al que dedicará
toda su existencia. Porque la justificación de ese camino no viene dada por el
derecho que el ser humano tiene de llevar una vida digna y buena, sino porque
nuestro Padre es compasivo, a pesar de lo que nosotros podamos ser.
En esto consiste la fidelidad al mensaje evangélico.
Muchas veces asistimos a críticas que se lanzan contra la Iglesia y sus
pastores porque transmitimos un mensaje demasiado riguroso.
Cuando hablamos de la fidelidad matrimonial, del derecho a la vida y la dignidad inalienable de todo ser humano desde el momento de su concepción hasta el de su final natural; cuando se insiste en la necesidad de establecer las relaciones humanas desde la solidaridad, el respeto y la equitativa distribución de los bienes en pro de una real fraternidad. Y en este sentido se llama la atención sobre el peligro que encierra el individualismo que nos hace insolidarios, en el materialismo que nos lleva al egoísmo ambicioso, el hedonismo que esclaviza y nos hace dependientes de nuestras pasiones, entonces se mira para otro lado y se tacha este discurso de trasnochado y carente de realismo.
La exposición de la fe cristiana, en su integridad,
jamás puede sustraerse al pueblo de Dios. Todos sabemos que el evangelio de
Jesús tiene el listón muy alto, y que debemos introducirnos en un camino de
permanente conversión para poder identificarnos cada día más con él. Pero esta
verdad lejos de desanimarnos ha de suscitar en nosotros sentimientos de
humildad y de autenticidad. Humildad para reconocer que necesitamos la ayuda
del Señor en todos los momentos de nuestro caminar; que solos no podemos
superar las dificultades de la vida y de la fe; y que su gracia puede más que
nuestra debilidad. Pero también necesitamos ser auténticos, es decir, no
falsear el evangelio para adecuarlo a nuestra realidad concreta. Somos nosotros
los que tenemos que convertirnos, cambiar e ir integrando en nuestra vida los
valores inalienables del evangelio de Jesús, y no adaptar éste a nuestra
conveniencia personal, manipulándolo y falseando el mensaje del Señor para
tranquilizar falsamente nuestras conciencias. No podemos adaptar el evangelio a
nuestros intereses, porque entonces podrá ser palabra de hombres, pero no de
Dios.
Y no olvidemos que esta humildad y autenticidad a quienes nos es más urgente y necesaria es a nosotros, a los miembros de la Iglesia, fieles, religiosos y pastores. Porque si quienes hemos recibido del Señor la misión de anunciar el evangelio en su integridad, no realizamos con fidelidad esta misión, quién la desarrollará por nosotros.
La fidelidad a la Palabra de Dios ha de estar siempre por encima de nuestra capacidad para vivirla. Y muchas veces cuando la expongamos nos sentiremos denunciados por ella ante la debilidad de nuestra vida concreta porque sentiremos con vergüenza que anunciamos una cosa y hacemos otra muy distinta. Pero si tenemos valor para anunciarla con fidelidad y apertura de corazón y para escucharla con humildad, también el Señor nos ayudará para sentir la fuerza de su compasión que regenera nuestra vida y la redime con su amor.
En nuestros días exponer el evangelio que hemos
escuchado y hablar del amor a los enemigos y del perdón a quienes tanto mal nos
causan, se vuelve para muchos escandaloso. Lo mismo ocurría en tiempos de
Jesús. Sin embargo Él nos enseña a estar cerca de las víctimas del mal para
acompañar con amor y ternura su dolor, ofrecerlas una palabra de consuelo y
alivio capaz de regenerar con el bálsamo de la esperanza sus vidas injustamente
rotas, y acompañarlas el tiempo que sea necesario para que recuperen las
riendas de su vida y la puedan rehacer sobre las bases de la justicia, la
verdad y la dignidad. Pero también esta palabra eclesial ha de ser propuesta
con valor y firmeza, de forma que se ayude a evitar el odio y el rencor que
lejos de regenerar la existencia humana la hunden en la venganza y la envilece.
Y esta tarea, que muchas veces resultará incomprendida
y otras muchas criticada, no podemos eludirla por miedo o cobardía.
La fidelidad a Jesucristo nos ha de llevar a proponer el mensaje de su evangelio en su integridad, con valor y autenticidad. Respetando cada situación humana, no erigiéndonos nunca en jueces de nadie, pero sabiendo que por el bien de nuestros hermanos debemos ser fieles en la transmisión de la fe de la que somos testigos autorizados. Y que en el seguimiento de Jesucristo no vale cualquier manera de interpretar su palabra ni su vida, ya que la única que puede presentarse ante el mundo como voz autorizada por el Señor, para exponer con fidelidad su mensaje de salvación, es la de su Iglesia, fundada por él sobre el cimiento de los apóstoles y sus sucesores.
Que nuestra celebración comunitaria de la fe y el
encuentro personal con el Señor en la oración de cada día, nos ayuden a vivir
esta misión de discípulos en medio de nuestro mundo con entrega, valor y
alegría de corazón.