viernes, 11 de febrero de 2022

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO

13-02-22 (Ciclo C)

 

         “Bendito quien confía en el Señor y pone en el Señor su confianza”. Esta frase podría resumir la llamada que la Palabra de Dios que hemos escuchado nos realiza a cada uno de nosotros. La confianza en el Señor es principio y fin de nuestra fe, es una bendición para el alma que serena y pacifica nuestro ser, y es también el crisol por el que se manifiesta la autenticidad de nuestra esperanza.

         La confianza nos hace sentirnos seguros y queridos por Dios, es un sentimiento cálido y ofrece seguridad a nuestra vida. Todos necesitamos confiar en alguien y saber que esa confianza no va a quedar defraudada. La confianza es base del amor en el matrimonio, ejemplo y modelo para los hijos, y necesidad ineludible de la fe.

Pero la confianza, tanto en las personas como en Dios, hay que alentarla de forma permanente para que no caiga en la desidia y el sin sentido. Sólo se puede confiar desde el amor y la cercanía a través de una relación personal, madura y fiel.

         Así podremos entender la promesa que S. Lucas manifiesta en su evangelio. Son dichosos los pobres, los hambrientos, los que lloran, los perseguidos porque en su enorme necesidad sólo cabe encontrar consuelo en Dios. Ya no les queda otra esperanza que elevar los ojos al cielo y dejar actuar al Señor. Estos son dichosos porque Dios no desoye los lamentos de sus hijos, y menos los de aquellos que sufren de forma casi permanente, víctimas de la injusticia. De ahí la necesaria advertencia a los poderosos que mantienen su poder sobre la opresión de los pobres. En un mundo donde la ambición, el afán de poder y el egoísmo inhumano van agudizando las diferencias entre pobres y ricos, es necesario lanzar una clara advertencia desde la fe; ese no es el camino de la humanidad sino el de su corrupción.

         Quienes ponen su confianza en lo material olvidando las necesidades de los demás, ya han elegido su destino, y a éstos hay que advertirles que en su corazón se ha producido una ruptura fundamental, cambiando a Dios por los ídolos y rompiendo la armonía de la creación.

         Los cristianos confiamos en la Palabra del Señor, y nuestra confianza se mantiene incluso por encima de las evidencias del presente que muchas veces nos llenan de dolor y angustia. Confiamos ante la enfermedad de un ser querido, y es en nuestra cercanía amorosa donde también sentimos la compañía del mismo Dios.

Nuestra mayor muestra de la confianza en el Señor se manifiesta ante el acontecimiento de la muerte. Como nos enseña el apóstol San Pablo, en la resurrección de Jesucristo, todos tenemos abierta la puerta de la vida eterna, la vida en plenitud junto a Dios. Y es ante la muerte de nuestros seres amados donde con mayor intensidad sentimos la necesidad de confiar plenamente en la Palabra de Jesús “yo soy el camino, y la verdad y la vida, el que creen en mi vivirá para siempre”.

Esta es la esencia de nuestra fe. Lo exclusivamente genuino de ella y lo que llena de sentido todas las actitudes de solidaridad y compromiso a favor de los demás que todo creyente ha de desarrollar en su vida.

Porque confiamos en Jesucristo y anhelamos la vida en plenitud que él nos ofrece, sabemos que debemos llevar la dicha y la esperanza a los que sufren, a los pobres, a los que padecen cualquier injusticia y necesidad, a los que mueren de hambre y miseria por el egoísmo y la dureza de corazón de otras personas que, habiendo sido más afortunadas en la vida, se manifiestan frías e insensibles.

La confianza en Dios nos lleva a acoger y asumir su mismo proyecto liberador y solidario. Los cristianos tenemos que ser la voz que denuncie las injusticias que padecen nuestros hermanos, aún a riesgo de las críticas que puedan darse; no olvidemos la advertencia final del evangelio “¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros, eso mismo hacían vuestros padres con los falsos profetas!”.

La Iglesia de Jesucristo extendida a lo largo y ancho del mundo ha demostrado su fidelidad a Dios y a la verdad de su mensaje, precisamente en medio de las personas más necesitas. Necesidad que no sólo se manifiesta en la precariedad material, sino en cualquier miseria que fracture su inalienable dignidad.

La confianza en Dios no es un privilegio de los pobres y abatidos. Ciertamente ellos están en condiciones tan precarias que lo único que les queda es elevar la mirada al cielo esperando la misericordia divina ante la ausencia de la humana.

Pero también nosotros hemos de ser agradecidos y renovar cada día nuestra confianza en el Señor. Dios nos ha regalado el don de nuestro mundo, y  entre las muchas posibilidades existentes, hemos tenido la enorme dicha de nacer en este tiempo y en circunstancias favorables. No pensemos que todo se debe a nuestro trabajo o esfuerzo personal, y mucho menos a que nos lo merezcamos más que otros, sino más bien a una enorme suerte que hemos de agradecer siempre al Señor.

Los ricos y afortunados no son los despreciados de Dios. Jesús miró con amor a aquel joven rico que se le acercó con interés por alcanzar la vida eterna. Pero ciertamente quienes en la vida han sido sonreídos con tanta ventura, tienen que dejarse empapar por la fría lluvia de quienes llaman a sus puertas clamando caridad. La abundancia de unos sólo encuentra su legitimidad en la apertura a la fraterna caridad para con los pobres. Sólo así pueden dar gracias a Dios con honestidad, porque su gratitud se deja traspasar por el crisol de la solidaridad y el amor.

Que esta gratitud se transforme en generosidad para con aquellos que sufren y que necesitan de una cercanía realmente fraterna, y que cada día vayamos ganando en capacidad de misericordia y compasión de tal manera que nos lleve a luchar por el bien común de todos los seres humanos. Esta será la prueba de nuestra confianza en Dios y de nuestra responsabilidad para con la obra de sus manos. Que así sea.

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