viernes, 11 de noviembre de 2022

DOMINGO XXXIII TIEMPO ORDINARIO

 


DOMINGO XXXIII DEL AÑO

13-11-22 (Ciclo C)


Al escuchar hoy la palabra de Dios es como si se hubiera abierto una ventana por la que contemplar la realidad presente. Guerras, catástrofes, enfrentamiento entre pueblos... es como si los signos previstos en el evangelio se situaran ante nuestros ojos ante el asombro y el temor de todos.

Sin embargo toda la historia de la humanidad está teñida con las sombras de sucesos como los actuales, de mayor o menor envergadura, pero siempre  con el mismo nivel de espanto para quienes los han tenido que vivir y sufrir.

La vida del ser humano es un largo camino que está marcado por la búsqueda de sentido a su existencia y la permanente espera de que algo nuevo y gozoso está siempre por llegar.

Nos pasamos la vida planteándonos cuestiones como el mal en el mundo, el sufrimiento, el hambre, la guerra, la muerte y nos lanzamos en busca de la felicidad, la libertad, la justicia, la paz, sabiendo que de esa manera merece la pena vivir. Y sobre todo, los cristianos anhelamos poder alcanzar la vida prometida por Dios e iniciada por Cristo en la resurrección.

Rezamos porque creemos, creemos porque hemos recibido una tradición y ejemplo de nuestros mayores que nos ayuda a vivir con optimismo y esperanza y porque vivimos así, a pesar de las dificultades, ofrecemos a nuestras jóvenes generaciones un camino por el que merece la pena adentrarse aunque otros estímulos del presente digan lo contrario.

Sabemos que toda nuestra vida está en las manos de Dios, que él mismo la ha creado y la anima con su espíritu. Y porque sentimos a Dios a nuestro lado en cada momento y situación, no podemos creer en pronósticos catastrofistas ni caer en la desesperación cuando la realidad nos supera con estos desastres. Dios no ha creado un mundo para destruirlo. La destrucción de la vida no está en las manos de Dios sino en la insensatez y violencia del hombre.

Por esta razón, hemos de seguir el consejo de San Pablo como una exigencia de nuestra fe y una urgencia para el mundo. Trabajar con entrega para ganarnos el pan. Pero no el pan en sentido material solamente, sobre todo trabajar para ganarnos la vida que no termina y que ha sido inaugurada por Cristo.

Somos parte del mismo pueblo de Dios y todos tenemos una misión en la Iglesia y en el mundo, proseguir la obra del Señor de anunciar su evangelio con tesón y gozo, transmitir un testimonio que realmente transforme nuestro entorno, comprometernos en aquello que fomenta la dignidad del ser humano, la justicia y la paz, y celebrar juntos cada día la alegría de ser hijos de Dios.

Esta es la misión de la Iglesia a la que todos pertenecemos y esta tarea es responsabilidad de todos.

En medio de las dificultades y de las crisis de cualquier índole, lo que cuenta es la perseverancia. Esto es lo que el Señor nos pide ante la realidad que muchas veces nos superará.

Perseverar significa mantener viva la llama de la confianza y de la esperanza en medio de las dificultades sabiendo que siempre estamos en las manos de Dios y que es su plan de salvación el que marca los tiempos y los plazos de nuestra historia.

Esta actitud es además un antídoto frente a reacciones catastrofistas que nos lleven a dejarnos vencer por la desesperanza y la frustración. La comunidad cristiana primitiva creía en la inminencia de la llegada del reinado de Dios y del fin del mundo. De hecho en múltiples ocasione hemos escuchado que ese final estaba a las puertas de nuestro presente inmediato, llevando a muchos a una situación de desaliento.

Sin embargo bien sabemos que ese momento no está en las manos del hombre decidirlo, aunque sus medidas belicistas parezcan abocarnos al desastre universal. Pese a las multitudes de víctimas inocentes que han dejado los enfrentamientos entre pueblos y culturas, poco hemos avanzado para lograr una convivencia estable y pacífica entre nosotros.

Por eso es necesario no perder la esperanza y mantener viva la llama de la fe que nos lleve a confiar en la promesa salvadora del Señor. Hemos de trabajar como si todo dependiera de nosotros, de nuestra responsabilidad y entrega, pero sabiendo que estamos en las manos de Dios y que su obra llegará a término cuando él así lo disponga, y que seguro será para “recapitular en Cristo todas las cosas”.

Cuando la realidad circundante nos lleva a la desolación y desde ella ala falta de implicación por puro derrotismo, debemos orar con insistencia para que el Señor revitalice nuestra confianza asentada en su promesa de salvación. Sabemos que este mundo nuestro no es el Reino de Dios prometido por el Señor, pero también sabemos que es en este mundo nuestro donde empieza a emerger ese Reinado ya que como Él mismo nos ha asegurado “el reino de Dios está en medio de vosotros”.

Los cristianos, por lo tanto no podemos ser profetas de catástrofes irremediables, más bien debemos describir la realidad con sus sobras, ciertamente, pero sobre todo con las luces que en ella se perciben y que siempre serán signo de esa presencia divina en medio de nosotros.

Hoy recibimos una llamada a vivir nuestro compromiso de entrega positiva a favor de los más desfavorecidos. En esta jornada mundial de los pobres, vemos como un signo de regeneración humana toda obra de solidaridad y afecto para con los más necesitados. Eso sí que es rompedor de dinámicas destructoras, ya que donde entregamos la vida por amor a los demás, se cimienta un futuro de esperanza y de dignidad para todas las personas, y se anticipa de algún modo el Reinado de Dios en medio de nosotros.

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