DOMINGO II DEL AÑO
15-1-23 (Ciclo A)
Una vez que hemos dejado atrás las
fiestas navideñas, tras el Bautismo de Jesús damos comienzo a este tiempo
litúrgico llamado “ordinario”, un espacio en el que se resalta la vida
cotidiana del Señor, su palabra y su obra misionera de anuncio del Reino de
Dios.
Es el momento de marcar la diferencia con
el estilo de vida y de fe vividos hasta entonces, y cuyo cambio va preparando
el gran profeta Juan con su llamada a la
conversión.
El va a ser el primero en señalar ante
todos que el tiempo se ha cumplido, y que la promesa de Dios de instaurar su
reinado, se ha realizado en Jesús; “Este es el Cordero de Dios que quita el
pecado del mundo”. Una frase que para nosotros puede parecer extraña, pero que
en aquel contexto enmarcado en la tradición judía, manifestaba claramente que
ese Jesús, era el Hijo de Dios.
El Cordero de Dios, en la simbología
bíblica, muestra la inocencia, la pureza y la bondad más plenas. Los corderos
sacrificados en el Templo de Jerusalén eran la mejor ofrenda a Dios, porque
eran animales puros, sin mancha.
Pues en esta experiencia religiosa,
definir a uno como el Cordero de Dios era lo mismo que señalarlo como el
enviado de Dios, el Mesías, el Salvador. El único capaz de salvar a su pueblo y
de redimirlo de sus pecados. Y si es muy importante que sobre alguien recaiga
esta señal, igualmente fundamental es quien lo señala.
Juan no es un personaje cualquiera, es el
profeta del momento, con gran ascendencia sobre un pueblo sediento de Dios.
Su palabra no dejaba indiferente a nadie,
ni tan siquiera a los poderosos alejados de la fe. Hijo de un gran sacerdote,
Zacarías, Juan va a constituir el nexo de unión entre los tiempos en los que
Dios enviaba mensajeros delante de él, hasta este momento central de la
historia donde él mismo va a irrumpir en la persona de su Hijo amado.
Al señalar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, Juan está anunciando que la entrada de Dios en la historia ya se ha hecho realidad, y que ahora es cuestión de seguir a su elegido porque su bautismo no será sólo de agua, sino que el mismo Espíritu Santo se derramará sobre todos realizando en ellos la salvación.
Aquel anuncio de Juan tuvo consecuencias
inmediatas. Sus seguidores comenzaron a acercarse a Jesús haciéndose sus
discípulos. Ya no necesitaban de alguien que les hablara de los designios de
Dios porque Jesús transparentaba su amor y su misericordia.
Juan aceptó el final de su misión, y supo
menguar en su protagonismo personal para favorecer el seguimiento de Jesús por
parte de todos, para que encontraran en él, el único camino, verdad y vida.
Jesús asume así su papel en la historia, comenzando como uno de tantos al recibir el bautismo, signo de su misión, y aceptando el testimonio que Juan ha dado de él, sabiendo que su vida ya no será la misma. El tiempo se ha cumplido y ahora con su vida va a mostrar que el Dios con nosotros camina al lado de sus hijos para llevar la creación a su plenitud.
Este comienzo de la vida pública del
Señor, en el que nuevamente se remarca el papel fundamental de Juan, nos ayuda
a comprender la importancia de las mediaciones en la transmisión de la fe.
Al igual que Juan el Bautista, también
nosotros tenemos que señalar al Cordero de Dios que pasa a nuestro lado,
favoreciendo el encuentro de los hermanos con él, y ayudando a que muchas
personas alejadas de la fe puedan sentir que Dios les ama y les llama.
Esta vocación misionera y evangelizadora es un don de Dios que siempre debemos agradecer como comunidad cristiana. Una gratitud que hacemos extensiva a tantos hombres y mujeres que desde los diferentes servicios y ministerios comparten su vida y su fe con los demás; catequistas, monitores, animadores de grupos de jóvenes, adultos, matrimonios, liturgia. Y junto a ellos también destacamos el servicio tan necesario para con los más pobres, enfermos y necesitados, a través de cáritas y pastoral de la salud.
Pero no acaba en estos servicios
eclesiales la misión de la Iglesia. Todos los cristianos estamos llamados a
anunciar la Buena Noticia de Jesucristo en cualesquiera de los ambientes de
nuestra vida, personal, familiar y social, para que el don de la fe que hemos
recibido sea también experimentado por aquellos que buscan a Dios en sus vidas.
Por eso debemos vivir nuestra fe con sencillez y verdad.
Sencillez porque no podemos ni debemos tratar de imponer nada a nadie. La fe para que sea auténtica ha de nacer de la libertad de la persona.
Pero también hemos de ser cristianos en
verdad, es decir, sin temor ni vergüenza ante nadie. No tenemos una fe para
ocultarla a los demás, ni para devaluarla a fin de que sea aceptada por todos.
Seguir a Cristo exige del cristiano fidelidad y coherencia, y porque sabemos
que ambas virtudes nos cuestan, por las limitaciones de nuestra condición
humana, no debemos caer en la cobardía de quienes siempre quieren quedar bien
ocultando los fundamentos de su vida para no ser criticados. La fe que no se
vive, se muere, y los valores que se disimulan no convencen.
Cuando S. Juan anunciaba la presencia del
Mesías, no era una mera información; era una invitación a seguirle a él y sólo
a él. Y esta misión de señalar al Señor en medio de nuestra vida para que le
puedan reconocer los demás, la hemos de acoger como propia en nuestro corazón.
Hoy somos nosotros los testigos de Jesucristo en medio de nuestra sociedad.
De este modo, cada vez que nos reunimos
para celebrar nuestra fe, le sentimos presente en medio de nosotros, y por eso
antes de recibirle en el Sacramento de la Eucaristía le reconocemos como el
Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Que este sacramento que a
todos nos une como hermanos, nos ayude a seguir los pasos de Jesucristo con
esperanza, y con la fuerza de su Espíritu seamos testigos de su amor en el
mundo.
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