DOMINGO IV TIEMPO ORDINARIO
29-01-23 (Ciclo A)
Acabamos de escuchar una de las páginas más hermosas del Evangelio, el Sermón de la montaña, donde el evangelista San Mateo nos muestra la imagen de Jesús junto a sus discípulos, y rodeado de una muchedumbre hambrienta ofrece una palabra de esperanza. Como nos enseña el Catecismo de la Iglesia Católica; “Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos” (1716)
La liturgia eucarística nos propone este pasaje
evangélico tras el bautismo del Señor y el inicio de su vida pública. Es como
si nos presentara el proyecto de vida que Jesús va a desarrollar y el contenido
de su misión como centro del anuncio del Reino de Dios.
Y lo primero que puede llamar nuestra atención es que
ese centro lo van a ocupar los pobres, los que sufren y lloran, los mansos y
limpios de corazón, quienes pasan hambre de justicia y son perseguidos por esta
causa, los que buscan y trabajan por la paz, aquellos que son misericordiosos y
en definitiva quien es o será perseguido por su causa.
A todos ellos les llama benditos, dichosos, bienaventurados, no por los padecimientos que están soportando, sino por el horizonte que se les abre en el amor y la bondad de Dios, ya que han sido hechos hijos y herederos de su Reino.
Las bienaventuranzas son el camino por el que nos encontramos con el Señor y que muchos hermanos nuestros, en esta historia de salvación, ya han recorrido de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad, testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.
Todas las bienaventuranzas entrelazan un proyecto de vida unitario y que nos acerca de forma plena a la vida de Jesús, pero voy a destacar tres, en las cuales descansan las demás porque son el núcleo fundamental de la vida de Cristo; la pobreza, la limpieza de corazón y la búsqueda de la paz.
Pobre de espíritu es aquel que al
margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de Dios.
Jesús emplea la palabra «pobres» (anawim
en hebreo) en el sentido que le dieron los profetas del Antiguo
Testamento, en particular los tardíos como Sofonías: los humillados y sumisos a
la voluntad de Dios (2.3). Jesús, quién desde niño conocía muy bien las
Escrituras, como todos sabemos, debe haber tenido en mente la frase de Isaías: «En
ese pondré mis ojos, en el humilde y abatido.» (66.2). La unión de estos
dos términos: «abatido» y «humilde», nos da el sentido en que Jesús emplea la
palabra «pobre». «Pobre» es el que se humilla ante Dios, el que reconoce su
pobreza y necesidad espiritual, su pobreza en el reino del espíritu, aunque
tenga medios materiales. Pobre es el manso, el piadoso, el que está disponible
ante Dios.
Claro
que la pobreza de espíritu no puede ser ajena a la material. De hecho es casi
imposible la una sin la otra. Nunca viviremos la pobreza espiritual si no
sabemos acoger la pobreza material como estilo de vida austero y solidario.
El ser humano tiene una unidad en sí mismo
y es imposible mantener una espiritualidad sencilla y humilde llevando una vida
opulenta y egoísta, desentendida de la debilidad y penuria ajena.
Vivir de forma sencilla y sobria, además de hacernos solidarios con los demás, sobre todo configura nuestro ser para acoger con disponibilidad la voluntad de Dios.
Esa sencillez y humildad, expresión de
nuestra pobreza espiritual, posibilitan también la segunda bienaventuranza, el
tener un corazón limpio para mirar a los demás. La limpieza de corazón
genera en nosotros una vida lúcida para contemplar a los otros con misericordia. Es del corazón
de donde brotan las acciones y deseos más humanos o más viles.
Un corazón limpio regala permanentemente
una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el milagro del perdón y
de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido reconciliados por el
amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra masa no es diferente
de la de los demás.
Que costoso es mantener viva esa mirada
limpia. Qué pronto dejamos que aniden en nuestra alma las sospechas, los
recelos, las dudas. Es como si al encontrarnos con el otro buscásemos primero
sus fallos antes que sus virtudes, y sintiéramos más alegría por sus
debilidades que por sus triunfos.
Sin embargo bien sabemos cuánto nos duele que se confundan con nosotros, que alguien hable mal de uno. Y es que la mirada que no está limpia deja fácilmente paso a la calumnia y a la mentira, sustrato del que se alimentan el odio y el rencor.
Por último, nos fijamos en una
bienaventuranza de permanente actualidad; “Bienaventurados los que trabajan por la paz,
porque ellos serán llamados los hijos de Dios”. Cada una de las
bienaventuranzas conlleva para quien la vive un premio, los pobres poseerán el
reino de Dios, los misericordiosos alcanzan misericordia, los que lloran son
consolados...etc. Pero en este trabajar por la paz, la promesa de Jesús va
mucho más allá, “ellos serán llamados los hijos de Dios”. La paz constituye el
signo de la filiación divina, vivir en la paz verdadera es sinónimo de estar en
plena armonía con los hombres, nuestros hermanos, con la creación entera y con
Dios.
Porque
el trabajo por la paz implica vivir una existencia serena, exenta de
violencias, egoísmos y rencores, al estilo de Jesús.
La realidad que nos toca vivir, está teñida
de sangre y surcada por el lamento permanente de las víctimas de la violencia y
el terror. Violencia generada por la ambición, el egoísmo, las ideologías, el
fanatismo, en definitiva, el poder que se desea ejercer sobre el otro, sea
ajeno o miembro del propio hogar.
Trabajar
por la paz es responsabilidad de todos. Primero de aquellos que tienen en sus
manos la grave tarea de dirigir y gobernar nuestro presente evitando las
divisiones injustas de las que se alimenta el odio. Pero también es nuestra
responsabilidad como cristianos, potenciando las actitudes de reconciliación y
de perdón, que como hijos de Dios hemos de vivir cada día, y poniendo nuestra
semilla de esperanza en medio de las dificultades y tensiones.
Vivir
el espíritu de las bienaventuranzas conllevará muchas veces participar de la
última de ellas, “dichosos cuando os
persigan por mi causa”. Pero pensemos que es mucho mejor ser criticados por nuestra fidelidad a Jesucristo
que por nuestra desidia e incoherencia de vida.
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