DOMINGO III
DE AVDIENTO
17-12-23
(Ciclo B)
“Estad siempre alegres en el Señor”, este domingo llamado precisamente así, “Gaudete”, el del gozo, nos sitúa ante la cercana venida del Señor. Cómo no estar gozosos cuando sentimos cada vez más próximo el nacimiento del Salvador. Es el gozo de aquellos a los que van destinadas las palabras del profeta Isaías, los pobres, los cautivos, los enfermos. Estad alegres en el Señor porque en medio de la oscuridad e incertidumbre, hemos de hacer brillar la luz de la esperanza que se sostiene sobre la siempre viva antorcha de la solidaridad.
El adviento cristiano debe preparar la venida del Señor de forma efectiva y para todos. Al igual que Juan el Bautista hace dos mil años, nosotros hoy somos los precursores, los que allanamos el camino al Señor. Y allanar el camino al Salvador supone rellenar los huecos y recortar las montañas.
El
Espíritu del Señor ha sido derramado sobre nosotros para anunciar la Buena
noticia a los que sufren, vendar los corazones desagarrados, proclamar la
libertad a los cautivos y el año de gracia del Señor.
De
esta forma vamos preparando el camino por el que el Mesías quiere acercarse a
cada ser humano para morar de forma permanente en él y colmar así de esperanza
y dicha su existencia.
Pero
como decía, hemos de rellenar los huecos y vacíos que hay en nuestro entorno y
a la vez tirar abajo aquellos muros o montes que dificultan el desarrollo del
reinado de Dios.
En
estas fechas donde tanto se consume, hemos de vivir la caridad cristiana con
los hogares vacíos de lo imprescindible para subsistir. En momentos donde nos
deseamos de corazón los mejores sentimientos entre los amigos y familiares,
tenemos que llenar de fraternidad y de misericordia el desarraigo que la
marginación provoca en tantas personas alejadas de sus seres queridos.
Pero también hay que derruir lo que nos impide ver el horizonte de Dios. Ante los muros que levantan la violencia y el odio, hay que cimentar la justicia y la paz desde bases sólidas de convivencia y respeto en la solidaridad con las víctimas. Ante las barreras que suponen los miedos y recelos para con aquellos que viven excluidos y en la calle, hemos de limpiar la mirada del corazón y descubrir en ellos a unos hijos de Dios, y por lo tanto a hermanos nuestros.
La vida de Juan el bautista fue acogida
por muchos como un don de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un
bautismo que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la
misericordia y en el amor, fue seguido por muchas personas que anhelaban una
vida más digna y fraterna.
Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; tanto en el plano de la vida pública, como en los comportamientos morales individuales donde se gestan las acciones que condicionan nuestra vida y las de los demás.
Preparar el camino al Señor para
favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no
conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.
Ciertamente que la meta no es quedarnos
en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los
hermanos de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la
realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro e
implantar en él el reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine en
nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad,
transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al
servicio del Señor y de los hermanos.
Esta llamada a
la conversión y al cambio radical de nuestras vidas, también va a encontrar
serios detractores. Personas que como a Juan nos cuestionen con qué autoridad
nos permitimos los cristianos denunciar comportamientos asumidos socialmente e
incluso justificados y amparados legalmente.
Cuando la
Iglesia, a través de sus pastores, ofrece una palabra iluminadora de la vida
cotidiana, sus primeros destinatarios somos los cristianos, pero no los únicos.
También se ofrece a todo el que lo desee una palabra de esperanza y unos
principios éticos y morales que ayuden a vivir en plenitud.
Y el hecho de que otros dirijan sus vidas por caminos distintos e incluso contrarios, no nos desautoriza en absoluto, sino que nos diferencia, lo cual además de bueno es necesario.
En una sociedad como la nuestra que tantas veces atenta contra la vida y la dignidad de las personas, no sólo tenemos que denunciar las agresiones que padecen quienes gozan de plenos derechos; tenemos que defender con valor a los indefensos y a los sin voz. Así lo hacemos cada vez que nos situamos frente al odio y la violencia, contra los malos tratos que tantas mujeres padecen a manos de los hombres, cada vez que alzamos nuestra voz en contra de los atentados contra la vida. No es más digna una vida por el hecho de haber concluido su proceso de gestación, o por gozar de buena salud, o por contribuir al bien común. La vida o tiene dignidad siempre, porque así se la ha dado su Creador, o nadie puede otorgársela de forma arbitraria.
La llamada del
adviento a nuestra propia conversión, exige de nosotros una conciencia clara de
nuestra responsabilidad personal y social. Y por muchas que sean las
dificultades que hoy encuentran quienes se comprometen en esta defensa de la
persona en su totalidad, no por ello su misión se ve deslegitimada o
desprotegida. La comunidad cristiana la bendice, sostiene y anima con su
oración y aliento.
El tiempo de adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida. Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella, de modo que habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero eficaces, su obra de salvación.
Dios sigue enviando su mensajero delante
de los hombres para prepararle el camino. Y lo mismo que antaño Juan el
Bautista se entregó con eficacia y valor, anunciando a tiempo y a destiempo la
venida del Salvador, ese mensajero hoy somos cada uno nosotros. Que el Señor
nos sostenga en este empeño y nos dejemos sorprender por su venida, para que
así nos sintamos renovados en la esperanza y en el amor.
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