DOMINGO XIII TIEMPO
ORDINARIO
30-6-24 (Ciclo B)
Hay una frase de Jesús, que constituye el núcleo fundamental de la
Palabra proclamada y, desde ella, de toda nuestra vida, la que dirige con
firmeza a ese padre desesperado que acude a él para que cure a su niña: “No
temas; basta que tengas fe”.
Lo mismo que reclamaba el domingo pasado a sus discípulos cuando
aterrados creían ahogarse en medio de la tempestad, “¿es que todavía no tenéis
fe?”
La fe es el fundamento de nuestra existencia. La fe es el tesoro más
preciado que podemos tener, ya que constituye la roca sobre la que asentar
nuestra vida, porque ante los momentos de adversidad, cuando los
acontecimientos personales, familiares o sociales nos desestabilizan y parece
que el suelo desaparece bajo nuestros pies, qué necesario nos resulta estar
bien asentados en Jesús, roca y cimiento de nuestra vida.
Y desde esa fe en el Señor, vamos a profundizar en la Palabra que hoy
nos propone la liturgia de la Iglesia. Y así lo primero que debe resonar
siempre con indudable insistencia es lo que nos dice el Libro de la Sabiduría:
“Dios no ha hecho la muerte, ni se complace destruyendo a los vivos. /…/Dios
creó al hombre incorruptible y lo hizo a imagen de su propio ser”
La muerte no es obra de Dios, por lo tanto cuando esta sucede, y
buscamos las causas que la provocaron, debemos encontrarlas fuera del ser de
Dios en cuanto a su causa. Y la causa la da el mismo autor sagrado “mas por
envidia del diablo entró la muerte en el mundo”. La muerte es siempre
consecuencia del mal, del pecado, y aunque esta expresión sea tantas veces
repetida, no siempre la comprendemos bien.
Existe una relación causa-efecto entre el mal y la muerte. Y estamos
exhaustos de verlo con tanta frecuencia cerca y lejos de nuestra realidad
vital. Asesinatos, guerras, terrorismo, crímenes en el seno familiar,
extorsiones, robos, secuestros, abusos y violaciones. Podríamos ampliar todo lo
que nos da la mente para darnos cuenta de cuanta destrucción provoca el ser
humano cuando su alma se pervierte, cuando el mal le ciega, cuando se deja
seducir por un egoísmo y soberbia desmedida. Cómo es posible que si Dios nos ha
creado a su imagen y nos ha hecho substancialmente buenos, insuflando en
nosotros su espíritu de vida, podamos producir efectos tan destructores e
inhumanos.
Y la respuesta que da la Sagrada Escritura apunta a la envidia del
diablo como causa originaria de ese mal, y cuyo relato nos retrotrae a esa
soberbia del hombre que se deja seducir para ser como Dios. En el episodio del
fruto prohibido del cual el hombre y la mujer comen, está el deseo de
convertirnos en dueños de la vida y de la determinación del bien y del mal, en
definitiva, sustituir a Dios por el hombre idolatrado.
Yo soy quien decide lo que es bueno y malo, lo que se puede o no hacer,
lo que quiero en cada momento, y en última instancia la vida y la muerte.
Porque cuando los intereses egoístas del hombre se topan con algún obstáculo,
este se puede sortear conforme a mis intereses y criterios. Y si estos
criterios carecen de cualquier referencia a Dios, porque yo mismo me he erigido
en dueño de todo, el poder que ostento se hace absoluto y tirano.
Frente a esta realidad, fruto de una libertad mal entendida y peor
ejercida, Jesús muestra una manera de vivir totalmente contraria y liberadora.
Jesús sabe que Dios no es el autor del mal, ni de la muerte, sino el Dios de la
vida y del amor, por medio del cual fuimos creados a imagen y semejanza suya, y
que es permanente referencia de una auténtica humanidad.
Por esa razón siempre estará atento a las necesidades de los demás,
vengan de donde vengan, bien sea del jefe de la sinagoga, como de aquella pobre
mujer anónima que llevaba doce años enferma.
Una mujer que en medio de la muchedumbre busca desesperadamente
encontrarse con Jesús en quien ha puesto su última esperanza de curación. O
bien ese hombre llamado Jairo, quien no siente escuchadas sus oraciones y que
acude ante el nuevo maestro que a todos desconcierta.
Y la respuesta de Jesús es la misma para los dos, tened fe. A la mujer
su fe la ha curado, a Jairo le pide que no pierda su fe en Dios.
Cuantas personas hoy y siempre han acudido a Dios con ese deseo
ferviente de encontrar una respuesta a su súplica; ante la enfermedad grave de
un ser querido, ante la pérdida de un empleo siempre necesario para poder
desarrollar dignamente la vida, ante cualquier tipo de sufrimiento que nos
arrebata la paz. Y esa es una buena actitud si nuestra confianza permanece a
pesar del resultado tantas veces contrario a lo deseado.
Una cosa es acudir a Dios desde una
fe confiada y otra muy distinta condicionar esa fe a la obtención de los resultados requeridos. El amor siempre es
incondicional, y hemos de asumir la limitación de nuestra condición humana,
sabiendo que a pesar de la inocencia la dinámica del mal del mundo también
impone su ley.
Pero una cosa es aceptar la finitud del presente y otra que Dios no
tenga una palabra que decir al respecto.
El mal, el pecado, la muerte, se han hecho su sitio dentro de la
historia humana, pero no tienen la última palabra sobre la misma. Y es lo que
tantas veces Jesús ha intentado transmitirnos con su entrega absoluta al plan
salvador de Dios. Ahí se sitúan sus milagros, no como algo discriminatorio, que
a unos sana y a otros nos, a unos devuelve a la vida y otros se mueren. La
acción de Jesús apunta a una realidad mucho más grande, donde la salvación
universal es un deseo de Dios para todos sus hijos, y donde la respuesta del
hombre a ese amor creador, le abre la puerta de la vida en plenitud.
Dios no nos ha abandonado, aunque en ocasiones la barbarie del hombre,
nos pueda llevar al escándalo. Dios se hace partícipe del sufrimiento del ser
humano, experimentado en la muerte violenta de su Hijo Jesucristo. Pero el
silencio de Dios ante el grito desesperado de sus hijos no es debilidad divina,
sino espera respetuosa a la respuesta que cada persona quiera darle como opción
fundamental de su vida. Y si esta respuesta humana parte de la confianza, de la
conversión y de la acogida agradecida al amor que de Él hemos recibido, nuestro
sitio es el mismo que preparó desde siempre para todos los bienaventurados.
Pero si la respuesta es la negación de Dios y la permanencia en el mal causado,
no será posible que encuentre su sitio en la mesa del Reino de Dios.
Dios nos ha dado el don inmenso de la libertad, pero si no somos
capaces de desarrollarlo conforme a su proyecto de vida, de amor y de paz, ese
don se convertirá en cauce de perdición.
Que el Señor siga animando nuestra fe y nuestra esperanza, para que en
medio de las dificultades de este mundo sigamos asentados en la confianza a su
amor, que nunca nos defrauda.