DOMINGO X TIEMPO ORDINARIO
9-6-24 (Ciclo B)
Tras las fiestas pascuales y las
solemnidades del Señor, que permanece entre nosotros de manera real y plena en
su Cuerpo y su Sangre, volvemos a la vida cotidiana manifestada litúrgicamente
en este tiempo llamado ordinario que ahora retomamos.
La experiencia narrada en el libro
del Génesis, es mucho más que una travesura de nuestros primeros padres. El
desarrollo del incidente escuchado en la primera lectura nos muestra, lo fácil
que es introducir la sospecha en la mente débil de quien tiene ambición, y cómo
esa idea cala hasta el corazón para pervertir los sentimientos. Los que antes
participaban de la vida divina en plenitud, aspiran a un nivel mayor en su
soberbia, y eso les lleva temer al Dios que antes era padre y amigo, y a la
propia carne la cual es inculpada como responsable del mal causado. Adán acusa
a Eva y esta a la serpiente, la cual es maldecida. Así se narra el origen de
ese pecado que a todos nos hermana y que nos hace solidariamente responsables.
En el origen del mal está la inducción del poder del maligno, siempre poderoso
y capaz de degenerar nuestra realidad humana. Algo que de diversas maneras
acompañó la vida de Cristo, que tras ser tentado por el diablo en su peregrinar
por el desierto, éste lo dejó hasta otras ocasiones.
El episodio de la vida del Señor que
acabamos de escuchar a través de S. Marcos, puede resultar irrelevante en la
vida de Jesús, y sin embargo es de gran trascendencia.
Jesús, entre las dificultades que
deberá asumir, las incomprensiones y el rechazo por parte de muchos, se va a
encontrar el de su propia familia, o por lo menos en parte de ella. Aquí nos
topamos con que algunos parientes piensan que está fuera de sí y pretenden
apartarlo para esconderlo o retenerlo lejos de la mirada pública y crítica de
quienes rechazan su mensaje. Y además, si ya es grave que esos parientes lo
rechacen y duden de ese modo, más trágico resulta aún que pretendan que su
madre y los más cercanos intervengan para convencerlo.
La respuesta de Jesús es contundente.
Acusarle de endemoniado, con lo que esa experiencia de sometimiento y
vulnerabilidad suponía para muchas personas atrapadas bien en la demencia
psíquica o en la esclavitud y sometimiento al maligno, era una desacreditación
de su vida y de su palabra. No hay como acusar a un profeta de mentiroso, a un
amigo de traidor o a un santo de pecador público, para mancillar su honor y
pretender silenciar su voz.
De ahí la seria advertencia de Jesús,
“todo se les podrá perdonar a los hombres; pero el que blasfeme contra el
Espíritu Santo no tendrá perdón jamás”.
La acusación de que él actúa con el
poder del demonio, con lo que eso supone de perversión absoluta, es algo que el
Señor no puede tolerar.
Un reino dividido no puede subsistir,
una familia dividida no puede subsistir. Y de ahí que blasfemar contra el
Espíritu Santo, que es la Persona Amor “que procede del Padre y del Hijo, y que
con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y Gloria”, es negar de forma
absoluta y definitiva la misa existencia de Dios, y rechazar de igual modo
cualquier posibilidad de salvación.
Jesús no sólo experimenta el rechazo
de los indecisos, o los que dudan de su palabra, los contrarios más contumaces
son aquellos que conociendo su identidad y vida, prefieren evitar la coherencia
que conlleva sacrificios y vivir tranquilamente sin el estigma familiar de
tener a un perturbado entre los suyos.
La pretensión de que María les
ayudara en esta misión resulta igualmente demoniaca porque además del dolor que
le ocasiona al hijo, rompe también el alma de su madre.
Y si bien la Stma. Virgen, conocedora
excepcional de la procedencia de su hijo, jamás aceptaría esta manipulación, y
ella es en verdad modelo de discipulado y de fidelidad al plan de Dios, Jesús
deja claro qué es lo más grande de su vida; ésta es mi madre, la que escucha la
palabra de Dios y la cumple. Esa es mi madre y mis hermanos.
Y así María, superando la realidad
entrañable de la maternidad humana, la lleva a su plenitud con su fiel entrega
en el discipulado y seguimiento de su Señor, algo que ya había decidido antes
incluso de acoger en sus entrañas al Hijo del Altísimo.
En la vida del creyente, como en la
de cualquier ser humano, hay momentos de verdad y de mentira, de bondad y maldad,
de obras buenas que muestran nuestra calidad humana, y de experiencias malvadas
que manifiestan nuestra debilidad.
Nosotros conocedores de estas
realidades, reconocemos con humildad nuestros espacios oscuros y ante el Señor
los colocamos para que Él con su misericordia nos vaya transformando con
paciencia y amor.
Pero hay límites en la vida que jamás
deben cruzarse, porque pueden ser de no retorno. Y esto conlleva decisiones
definitivas las cuales conllevan también consecuencias concluyentes.
Ninguno de nosotros podemos asegurar
hasta dónde llega la misericordia de Dios, y mucho menos aseverar que algún
hermano pueda verse privado de ella; eso sólo corresponde al Señor. Pero sí
sabemos que el mismo Jesús, que se entregó hasta la muerte por nuestra salvación,
y que ya ha hecho todo cuanto podía por mostrarnos el amor infinito de su
corazón, también nos previene frente a decisiones, que desde la libertad en la
que hemos sido creados nos puedan conducir a la ruptura definitiva con Él.
Por eso debemos atender también a la
procedencia de aquellos estímulos o ideas que zarandean nuestras convicciones
más profundas y las pueden poner con facilidad en crisis. No todo es aceptable
en la vida presente, ni cualquier manera de vivir nos construye como personas y
como familia humana. Necesitamos afianzar en el amor del Señor nuestro modo de
desarrollar la vida propia y la convivencia social. Y así mostrar con gozo y
verdad, de que la vida en Cristo es fuente de concordia y de auténtica
fraternidad. Que el Espíritu Santo que habita en nosotros, nos ayude siempre y
nos guíe.
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