SOLEMNIDAD DE TODOS
LOS SANTOS
Un año más celebramos la fiesta de todos los santos, la de aquellos que
han recorrido el camino de la vida de forma sencilla y honesta, en fidelidad a Jesucristo
y que son para nosotros ejemplo en el seguimiento del Señor. Es la fiesta de quienes ya gozan de la vida
gloriosa prometida por Dios y de los cuales muchos han sido proclamados por la
Iglesia como santos y modelos de creyentes, por su forma de vivir el evangelio
de Cristo y de entregarse al servicio del Reino de Dios.
Los santos son quienes han hecho
realidad en sus vidas el espíritu de las bienaventuranzas que acabamos de
escuchar, y que constituyen el proyecto de vida de quienes ponen en Dios el fin
de su existencia, su horizonte y meta, y
que para encontrarse con él saben mirar de forma permanente y con amor, la
realidad de los hermanos.
Las bienaventuranzas son un proyecto
que desconcierta a quienes basan su existencia en los fines de este mundo
materialista, el poseer, dominar y brillar con luz propia olvidándose de los
demás.
Sin embargo ese es el camino por el que
nos encontramos con el Señor y que muchos, en esta historia de salvación ya han
recorrido y de forma ejemplar. Ellos son nuestros maestros de espiritualidad,
testigos de un vivir para Dios y para los demás y ejemplo de serenidad y
misericordia incluso en momentos donde sufrieron martirio y violencia.
Pobre de espíritu es aquel que al
margen de su situación material, buena o mala, siempre busca el rostro de quien
peor lo pasa y sabe acercarse a la realidad del hermano para compartir su vida,
sus bienes, su esperanza, su amor con aquellos que suplican nuestra
solidaridad. La pobreza de espíritu no es ajena a la material. Es muy difícil
la una sin la otra. Nunca
seremos pobres en el espíritu si no sabemos acoger la pobreza material como
estilo de vida austero y solidario.
La sencillez y humildad posibilitan el
tener un corazón limpio para mirar a los demás. Un alma lúcida para contemplar a los otros con misericordia, sin reproches,
sin exigencias, sin condenas. Es del corazón de donde brotan las acciones y
deseos más humanos o más viles. Allí se albergan nuestras intenciones profundas
y de nuestra libertad para asumir nuestra propia condición dependerá la
comprensión y respeto de cara a los demás.
Un corazón limpio regala
permanentemente una nueva oportunidad; un corazón limpio hace posible el
milagro del perdón y de la reconciliación, porque sabe que todos hemos sido
reconciliados por el amor y la misericordia del Señor, y reconoce que nuestra
masa no es diferente de la de los demás.
Bienaventurados los que trabajan por la
paz, y los que tienen hambre y sed de la justicia. Cómo
resuena en nuestros tiempos esta voz de Cristo en medio de los abusos e
injusticias que tantos inocentes sufren a lo largo del mundo. Guerras,
violencias, terrorismo, tantas formas de explotación que muestran la vileza a
la que podemos llegar e incluso justificar con ideologías engañosas y
mezquinas.
El ser humano es
capaz de hacer las cosas más grandes y también las más viles. Pues los santos
son aquellos que aun a riesgo de su propia vida jamás favorecieron la violencia
y sus vidas entregadas supieron sembrar concordia y paz.
Trabajar por la justicia, y padecer por
ella, les llevó a afrontar en su vida la persecución y el rechazo por fidelidad
a Cristo. Y esta es una cualidad que casi todos compartieron, experimentando el
valor de la última bienaventuranza “dichosos vosotros cuando os insulten y os injurien
y os persigan por mi causa”.
El perseguido por
causa de Cristo y su evangelio es un bienaventurado, un ser dichoso porque su
recompensa es el Reino de Dios.
Y esta llamada que
nuestros hermanos acogieron y a la que respondieron de forma heroica, hoy
también se nos hace a nosotros.
Nuestra coherencia
cristiana se ha de explicitar con firmeza en momentos de clara injusticia
personal o social, respondiendo con valor a los ataques contra la vida y la
dignidad que con tanta frecuencia se realizan y amparan desde proyectos
políticos, incluso desde los partidos que han contado con nuestro apoyo.
Ser cristiano en
medio de esta asamblea eucarística es fácil y evidente. Ser cristiano en medio
de la agrupación vecinal, o del partido político o del ambiente social en
general, es mucho más complejo y debemos saber que si nos posicionamos como
cristianos muchas veces nos van a criticar e incluso perseguir. Pero callar
nuestra voz en medio de las injusticias y la falsedad, nos hace cómplices de
ellas.
Los católicos hemos
de vivir nuestra fe encarnada en el mundo, como lo han hecho aquellos que nos
precedieron y cuya fiesta hoy celebramos. Y vivir esa fe con coherencia implica
dar la cara por Jesucristo y por nuestro prójimo a quien hemos de amar como a
nosotros mismos.
Todos estamos
llamados hoy a seguir el camino de la santidad. La santidad no es sólo la meta a
alcanzar, es también la tarea cotidiana por la que merece la pena vivir y
entregarse, siguiendo las huellas de Jesucristo, camino verdad y vida, de
manera que vayamos construyendo su reino de amor, y así podamos vivir todos
como hijos de Dios y hermanos entre nosotros. De este modo y tras el recorrido
de la vida que cada uno deba realizar, podamos descansar en las manos de Dios
por haber sabido combatir las penalidades desde la fe, la esperanza y el amor.
Estas
son las virtudes comunes a todos los santos; una fe que mantiene siempre la
confianza en Dios por encima de cualquier dificultad. Una esperanza que se
asienta en la convicción de que nuestra vida
está en las manos de Dios y que se siente siempre acompañada por Aquel que nos
creó según su imagen y semejanza. Y todo ello vivido desde el amor, que es lo
mejor que posee el ser humano y que nos hace libres capacitándonos para el
perdón y la construcción de un mundo fraterno.
Que la alegría que hoy
comparte la comunidad cristiana al recordar y agradecer la vida de tantas
mujeres y hombres que a lo largo de los siglos han dado autenticidad a nuestra
Iglesia sea para todos nosotros estímulo en el seguimiento de Jesucristo. Que
el Espíritu Santo nos impulse a vivir con gozo e ilusión porque “el amor que
nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios”, nos convierte en
herederos de su gloria y en portadores de su esperanza.
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