DOMINGO XXIX TIEMPO ORDINARIO
JORNADA DEL DOMUND 20-10-13 (ciclo C)
Un año más,
unimos ante el altar del Señor la celebración de la Eucaristía, fuente y culmen
de nuestra vida cristiana, con la acción misionera de la Iglesia, que brota del
mandato de Jesucristo de anunciar el Evangelio a todas las gentes y pueblos de
la tierra.
Esta
vocación misionera de la Iglesia, y por ella la de todos los que formamos parte
del Pueblo de Dios, se actualiza en la mesa fraterna en la que convocados por
el Señor Jesús, escuchamos su Palabra y compartimos el Pan de la vida. Así
hemos escuchado al Apóstol S. Pablo, cómo exhorta al buen obispo Timoteo, para
que fiel al don de la fe que ha recibido, no escatime esfuerzos para anunciar,
“a tiempo y a destiempo”, ese regalo que con tanta abundancia ha recibido del
Señor.
Es
la Eucaristía la que nos impulsa a transmitir la fe a los demás, la que nos
anima a proclamar con sencillez y fidelidad aquello que rebosa nuestro corazón,
y que manifestamos como respuesta agradecida cada vez que celebramos el
Sacrificio Eucarístico “anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección,
hasta que vuelvas”. Y es este anuncio explícito de Jesucristo lo que en este
día del Domund celebramos.
Ya el Papa
Pablo VI, en la fiesta de la Inmaculada del año 1975, entregó al mundo una
magnífica Encíclica titulada “El anuncio del Evangelio” (Evangelii Nuntiandi).
En ella nos señalaba que el fin de la Iglesia es evangelizar, es decir,
anunciar la Buena Noticia de la Salvación a todas las gentes, la Buena Noticia
de la humanidad de Dios, que se hace uno de nosotros en su Hijo Jesús. E
insistía el Papa, en que esta misión
fundamental recibida de nuestro Señor, es una tarea que nos concierne a todos
por igual, pastores, religiosos y laicos. Todos hemos recibido el don de la fe,
y si lo vivimos de corazón, con gozo y esperanza, es justo ofrecerlo a los
demás como un proyecto de vida digno y capaz de colmarles de dicha y felicidad.
El compromiso
misionero de la Iglesia no es sólo el que se desarrolla en los países más
remotos de la tierra. Ni tampoco se limita al anuncio que se realiza entre los
más pobres y desheredados del mundo. La misión evangelizadora se consuma en
todos los lugares y ambientes donde se desenvuelve nuestra vida, comenzando
precisamente entre los más cercanos, aquí y ahora.
Ciertamente la
Iglesia ha desempeñado una labor ingente entre los más necesitados del mundo.
Fiel al mandato del Señor, desde los comienzos mismos del cristianismo, los
apóstoles y sus sucesores sintieron el empuje misionero que el Espíritu Santo
les infundía en su corazón. Así el Apóstol Pablo abre la predicación evangélica
a los pueblos paganos, y mediante el testimonio de los creyentes y su anuncio
constante, se fue transmitiendo la fe en Jesucristo hasta nuestros días y en
todo el mundo.
Fieles a esta
vocación misionera, muchos cristianos siguen hoy entregando sus vidas en los
lugares más alejados y hostiles de la tierra, compartiendo con los pobres sus
destinos y muchas veces regando con su sangre la semilla de la fe que
generosamente sembraron.
Ellos son para
nosotros ejemplo de servicio silencioso y fecundo, a la vez que estímulo para
comprometernos desde nuestra realidad presente en su misma causa por el Reino
de Dios.
Y es que la
vocación misionera no sólo se realiza marchando a tierras lejanas, también
podemos y debemos desarrollarla en nuestro ambiente concreto, siendo testigos
del evangelio de Jesucristo en nuestras familias, trabajo y demás lugares en
los que vivimos.
De hecho tal vez
hoy sea mucho más difícil y penoso evangelizar este primer mundo nuestro, en el
que la indiferencia religiosa y muchas veces la hostilidad hacia la Iglesia,
resultan especialmente beligerantes, que no en aquellos lugares donde la
miseria y injusticia predisponen el corazón humano para abrirse confiadamente
al Dios de la misericordia y el amor.
Qué inútil
parece anunciar un estilo de vida sencillo y servicial a quienes sólo piensan
en poseer y triunfar. Cómo angustia defender la vida humana de todos los seres,
cuando el ambiente se empeña en situar por delante el bienestar material y
egoísta que degrada la dignidad de los más indefensos subordinándolos a los
intereses del mercado.
Sin embargo
esta es la realidad en la que nosotros tenemos que anunciar el evangelio de
Jesús. Esta es la misión actual de toda la Iglesia, que a pesar de la
hostilidad de nuestra sociedad, es enviada por nuestro Señor a sembrar en ella
su Palabra y su amor.
Ciertamente no
podemos utilizar las mismas herramientas que en el pasado. Ya no estamos en una
sociedad de cristiandad, sino en una realidad fundamentalmente neopagana, donde
se presentan muchos ídolos y se abrazan estilos de vida y de convivencia muy
alejados de nuestro modelo cristiano.
Pero tampoco
podemos creer que hay que empezar de cero y que no tenemos referentes ni
modelos. La gran certeza que debemos mantener viva y fresca es que el Señor no
nos ha abandonado, que él sigue siendo fiel a su promesa de estar a nuestro
lado “todos los días hasta el fin del mundo”, y que los signos de justicia, de
misericordia y de paz también se dan en medio de nosotros, aunque a veces
aparezcan tenuemente o se entremezclen con la cizaña. Es nuestra tarea
descubrir y potenciar todo lo bueno que hay en la sociedad actual, sus valores
de libertad y de respeto a los derechos humanos, su capacidad para
solidarizarse ante las tragedias y su ansia de paz y justicia.
Pero a la vez
que valoramos lo bueno de nuestro mundo, no podemos callarnos ante las injusticias
y los abusos que se cometen, incluso desde la legalidad de los poderosos.
Y aunque la fe
no puede imponerse, tampoco puede dejar de proponerse por quienes la
confesamos, porque no hay mayor enemigo para la fe cristiana que la apatía o la
desidia de quienes teniendo que ser sal del mundo, nos volvemos sosos en medio
de él.
Hoy es un día
en el que oramos y valoramos agradecidos el trabajo y la entrega de nuestros
misioneros, y la mejor manera de que ellos sientan nuestro apoyo y estímulo, es
compartiendo su mismo entusiasmo por el Reino de Dios a través de nuestro
trabajo aquí, siendo cristianos activos y comprometidos en el anuncio del
evangelio del Señor.
Pidamos al
Señor que nos ayude a vivir con gozo nuestra pertenencia eclesial, de manera
que un día podamos también decir con el Apóstol San Pablo, “he combatido bien
mi combate, he corrido hasta la meta, he mantenido la fe”.
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