DOMINGO VIII TIEMPO ORDINARIO
2-3-14 (Ciclo A)
Seguimos
recorriendo la enseñanza de Jesús en este largo Sermón de la Montaña, que
comenzando con las Bienaventuranzas, en las cuales el Señor nos muestra el
sentido último de nuestra vida, prosigue entrando en los detalles cotidianos
donde se aplican de forma concreta los valores adquiridos.
Fuimos llamados a
ser sal y luz en medio de un mundo necesitado de un fermento nuevo que lo
aliente y transforme; asumiendo la ley de Dios no como algo extrínseco a
nosotros, sino como la ayuda necesaria para vivir una auténtica humanidad,
sabiendo que debemos llevarla a su plenitud teniendo como modelo a Cristo. Esa
llamada adquiere cotas de fraternidad plena en el perdón y la reconciliación,
amando de corazón a todos, incluso a nuestros enemigos. Y hoy se nos invita a
poner nuestra confianza en Dios, superando los agobios y los intereses
inmediatos, por muy importantes que parezcan.
La idea
fundamental, es que el ser humano es mucho más importante que sus necesidades
materiales, por muy necesarias que sean éstas. Y no podemos olvidar que la
palabra de Jesús está dicha en un entorno plagado de miseria, pobreza y
carencia de lo esencial. El desapego material al que el Señor nos llama, no es
escuchado por las gentes opulentas y satisfechas, sino precisamente por
aquellas, que dada su precariedad, con mayor angustia viven esa situación, y que sin embargo son destinatarias de una
promesa mayor: vosotros valéis mucho más que los pájaros y los lirios del campo.
Dios tiene perfecta
cuenta de nuestras necesidades, Dios es conocedor de lo que necesitamos para
subsistir con dignidad, y todo nos ha sido dado para poder desarrollar así
nuestra vida, de modo que no estemos obsesionados con el dinero, idealizándolo
y otorgándole una categoría que termina por oprimir el corazón desde el egoísmo
y la ambición.
Vivir la libertad
de los hijos de Dios conlleva el rechazo a cualquier ídolo que pretenda
erigirse en tirano de nuestras vidas. Y no cabe la menor duda de que en tiempos
de Jesús como, en el nuestro, el poderoso don dinero siempre ha querido
constituirse en dueño y señor de quien sucumbe a su brillo tentador.
Así comienza el
evangelio de hoy con esa llamada a tomar conciencia de a quien entregamos
nuestra alma, porque no podemos servir a Dios y al dinero.
Pero la llamada que
el Señor nos hace a experimentar esta libertad del corazón, de modo que sólo en
él pongamos nuestra confianza, para tomar conciencia de nuestra dignidad de
hijos e hijas de Dios, es asimismo un ejercicio de responsabilidad en la justa
distribución de los bienes, de manera que por tener garantizado el sustento y
demás necesidades que nos llevan a vivir con dignidad, estemos libres de la
tiranía de la pobreza.
Para
despreocuparnos de la ropa y del alimento, debemos estar alimentados y
vestidos. Para vivir libres de los agobios materiales, debemos liberarnos de la
angustia de ver a los nuestros en la miseria y precariedad, porque, cómo no va
a agobiarse un padre o una madre que ve
cómo su hijo padece hambre corriendo peligro su vida.
Una cosa es vivir
obsesionado con el dinero, y otra agobiado por su ausencia más básica, y nunca
debemos pretender tranquilizar el ánimo de quien padece graves e injustas
necesidades con falsos espiritualismos que nos despreocupen de nuestra
responsabilidad para con la justicia y la solidaridad.
Nuestro mundo vive
hoy las mayores cotas de desigualdad de la historia, donde la riqueza acumulada
por unos pocos, daría de sobra para alimentar a la población mundial con creces.
Es precisamente ese cúmulo desproporcionado de bienes en unas manos, el ansia
de aumentarlos, y la defensa de los mismos, lo que lleva a la muerte y
destrucción del hombre.
Y para desagracia
de todos, de esta ambición desmesurada que
levanta barreras y abre abismos entre los seres humanos, no estamos
libres nadie. Todos, ricos, y pobres, quienes carecen de lo básico o quienes
viven sobradamente, corremos el riesgo de dejarnos llevar por caprichos
superfluos que poco a poco se van convirtiendo en necesidades y en estilos de
vida contrarios al evangelio. No olvidemos la primera de las bienaventuranzas
que Jesús nos propone, “dichosos los pobres en el espíritu, porque de ellos es
el Reino de los cielos”. Difícilmente nos haremos pobres en el espíritu si
vivimos bajo el yugo de la abundancia insolidaria.
Dios no se olvida
de sus hijos más necesitados, y aunque aquellos que deberían subsanar sus
necesidades vitales los abandonen, el Señor no los abandona, como nos ha dicho
la primera lectura.
Dios no los abandona
porque nos ha hecho a todos responsables de las vidas de nuestros semejantes,
de manera que lo que le sucede a un hermano, me debe interpelar para salir de
inmediato en su socorro y protección. No caigamos en el grave pecado de Caín,
que además de ser el homicida de su hermano, pretendía excusar su
responsabilidad, diciéndole a Dios que “¿acaso soy yo el guardián de mi
hermano?”.
Pues sí, somos los
guardianes de nuestros hermanos, y sus vidas son también responsabilidad
nuestra en una doble dimensión igualmente importante: primero en la
satisfacción de sus necesidades más apremiantes de manera que puedan vivir sin
peligro y en dignidad; y en segundo lugar, porque si dejamos que la pobreza se
convierta en miseria oprimiendo su existencia, les estamos condenado a vivir en
la marginación y en la degradación de sus personas.
San Pablo nos ha
dicho que “el Señor pondrá al descubierto los designios del corazón”, y es en
estas intenciones profundas es donde se van gestando las opciones fundamentales
de nuestra vida, desde las cuales deberemos dar cuenta al Señor.
Que don más grande
poder vivir con esa actitud abierta, desprendida y despreocupada por el futuro
que nos ha mostrado el evangelio de hoy. Qué felicidad sentir que nuestra
existencia está en las manos de la Providencia y que Dios proveerá en cada
situación, porque somos importantes para él. Pues que esta confianza sea una
realidad en nosotros, porque ciertamente Dios nos ha creado para una vida en
plenitud, y no para vivirla sometidos por el yugo de nuestras propias
insatisfacciones.
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