DOMINGO XXIII TIEMPO ORDINARIO
7-09-14 (Ciclo A)
Tras el periodo estival, poco a poco
vamos volviendo a la rutina cotidiana, que tras este tiempo de descanso
vacacional se retoma con nuevas fuerzas e ilusión. Los adultos volvemos al
trabajo, los niños y jóvenes a los estudios, y todo ello, como cada domingo lo
ponemos en la presencia del Señor, para que nos siga fortaleciendo la fe, la
esperanza y el amor.
Y así, entre las labores que debemos
recomenzar, está la que recibimos por parte del Señor, que nos envía en medio
de los hermanos para ser mensajeros de su Buena Noticia. Así nos lo recuerda a
través del profeta Ezequiel “a ti, hijo de Adán, te he puesto de atalaya en la
casa de Israel”.
Los cristianos debemos de vivir nuestra
fe en medio del mundo con la plena consciencia de tener una misión personal y
comunitaria consistente en ser mensajeros de Jesucristo para bien de toda la
humanidad.
Como hemos visto tantas veces a través
del Antiguo Testamento, los profetas sentían muchas veces la desazón por el
desprecio y la indiferencia de los suyos. Ellos entregados a propagar la
palabra de Dios en medio de su pueblo, eran rechazados, perseguidos y
maltratados cuando sus profecías no eran del agrado del oyente. El desánimo
calará tan hondo en su ser, que la Sagrada Escritura nos muestra cómo Jeremías,
Isaías y Jonás llegarán a pedir a Dios que les retire de esa misión, que no
cargue sobre sus hombros un peso tan difícil de llevar y que les causa tanto sufrimiento.
Sin embargo el Señor les anima a
continuar con esa labor porque si ellos tampoco se entregan al servicio de los
demás, nadie sembrará en medio del mundo la semilla del Reino de Dios.
Por otra parte, debemos caer en la
cuenta, de que la fe es una experiencia personal pero no individualista; íntima
pero no exclusivista; basada en el encuentro entre Dios y nosotros, pero
siempre por medio de Jesucristo, de su palabra y de su vida, y que animados por la acción del Espíritu
Santo, nos impulsa a vivir la comunión entre los hermanos de forma solidaria y
fraterna.
De este modo podemos comprender la
profundidad que la Palabra de Dios contiene, y que es ante todo una llamada a
vivir la fe con responsabilidad y fidelidad.
Nuestra condición de seguidores de
Jesucristo nos lleva a asumir la misión que él nos ha encomendado y que tiene
claras consecuencias para la vida cotidiana. No podemos pasar por la vida como
si lo que en ella ocurre no fuera con nosotros. No podemos dejar abandonada a
su suerte a esta humanidad de la que formamos parte, y por eso debemos sentir
con fuerza la necesidad de hacer partícipes a los demás de este proyecto de
nueva humanidad, cuyos valores se asientan en el Evangelio de Cristo.
Para que la experiencia cristiana pueda
ser vivida por otros, necesita de testigos y transmisores que muestren con su
vida que vale la pena abrazar este camino. Si los cristianos no nos convertimos
en maestros de la fe, difícilmente convenceremos a nadie del sentido auténtico
de nuestra vida.
Por lo tanto, proponer explícitamente
nuestra fe a los demás, con verdad y sencillez, no es un favor que hacemos al
mundo, sino una exigencia que brota de nuestro bautismo por el cual hemos sido
constituidos en discípulos del Señor y evangelizadores de la sociedad.
Esta misión evangelizadora ha de vivirse
en fidelidad al Señor, siendo conscientes de que la verdad del evangelio, al
confrontarse con la realidad presente, va a provocar por nuestra parte una
clara denuncia de las injusticias aunque eso nos comporte conflictos e
incomprensiones.
No podemos sustraer del debate social
sobre los temas más diversos y controvertidos que actualmente se suscitan, como
son la indefensión de la vida en su origen y la aniquilación de la misma en su
deterioro, la enseñanza religiosa, la familia y otros, la voz que sobre los
mismos ha de expresar la Iglesia en fidelidad a Jesucristo.
Y debemos manifestar públicamente nuestra
clara oposición a aquellas cuestiones que atentan contra la dignidad del ser
humano, por muy maquilladas que se presenten bajo falsas formas de derechos
inexistentes.
El derecho a la vida es el primero y
fundamental sobre el que han de descansar los demás, y si este no es defendido,
ningún otro tiene sentido ni se puede desarrollar con dignidad.
Los cristianos no podemos silenciar
nuestra voz por miedo a la crítica, a la manipulación o a la incomprensión que podamos sufrir por
parte de quienes optan por otra forma de vida. Ni debemos apoyar con nuestro
silencio complaciente a quienes dirigen los destinos de nuestro pueblo, cuando
no se hacen dignos de esa confianza.
Cuando un hermano nuestro atenta tan
gravemente contra la vida, debemos ayudarle a retomar el camino de la
conversión y el arrepentimiento, así si nos escucha, habremos colaborado en la
salvación de nuestro hermano. Y si persiste en su camino de muerte y rechazo de
Dios, él será quien de deba dar cuentas por ello.
Qué necesidad tenemos de escuchar la voz
del Señor. Una voz de amor y de misericordia que si bien reprende con firmeza
el pecado y se resiste ante el mal, con mayor ternura se apiada del arrepentido
y de aquel que humildemente desea retomar la senda del bien y de la vida.
Dios no quiere la muerte del pecador,
sino que se arrepienta y viva.
Hoy es un buen momento para reconvertir
nuestro corazón, y así comenzar este periodo nuevo que pastoralmente iniciamos
con una ilusión renovada y asentada en Cristo, que nos ama y nos envía para ser
testigos de su amor en medio del mundo.
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