DOMINGO XXIV TIEMPO ORDINARIO
FIESTA DE LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ
14-09-14
“Dios no ha enviado a su Hijo al mundo para
condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él”.
Con esta esperanzadora afirmación
concluye el evangelio que acabamos de escuchar, y de esta forma tan sencilla,
nos revela el evangelista el Plan salvador de Dios, la razón última por la cual
asumió nuestra condición humana, para que el mundo se salve por medio de
Jesucristo.
Y porque en aquel madero seco y terrible
estuvo calvado el Hijo amado del Padre, es por lo que desde entonces podemos
exaltar la Cruz, “escándalo para los judíos y necedad para los gentiles”.
La
fiesta de este día nos recuerda a todos nosotros la realidad más decisiva de la
vida de Jesús. Una vida que fue sellada con su propia sangre, por amor a la
humanidad entera y por fidelidad al Padre. Las palabras dichas, su forma de
vivir y relacionarse con todos, en especial con los más pobres y necesitados,
van a quedar avaladas en su autenticidad por la entrega de su vida, sin
reservas ni reproches.
La liturgia de hoy nos ayuda a comprender
cómo Dios ha ido escribiendo la historia de la salvación de una forma generosa
y llena de misericordia. La conciencia que el pueblo creyente ha tomado de este
hecho, se ha visto contrastada con sus respuestas negativas e incluso desleales
para con su Creador. Siempre hemos vivido en nuestro interior esa lucha entre
el bien y el mal, entre la vida de la gracia y la del pecado, entre vivir como
hermanos o enfrentarnos como enemigos, rompiendo así la fraternidad que ha de
brotar de nuestra común condición de hijos de Dios.
Esta permanente controversia va a quedar
vencida para siempre por medio de Jesús, quien
a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios, al
contrario, se despojó de su rango, pasando por uno de tantos. Así nos lo
describe S. Pablo en este bello himno a los filipenses.
Cristo ha cambiado para siempre la
dinámica infecunda e injusta que el mal provoca en el mundo. Si es verdad que
ese mal persiste con obstinación y que sigue causando dolor y sufrimiento a
tantos inocentes, igualmente cierto es que por medio de su entrega, de su
pasión, muerte y resurrección, aquel instrumento de tortura que infringía la peor de las muertes, va a ser desde
entonces puerta de salvación.
Una
cruz que lejos de ser un adorno o talismán vacío de sentido, supone para los
cristianos el signo de nuestra identidad y compromiso.
Al igual que la serpiente que causaba el
desaliento entre los israelitas, se convertiría en estandarte de curación para
quienes confían en Dios, la cruz tenida como el mayor de los suplicios va a ser
desde aquel primer Viernes Santo, el signo identificador de quienes han seguido
y seguimos a Jesucristo ayer, hoy y siempre.
Cada vez que contemplamos la cruz de
Jesús, y en ella a Cristo crucificado, se nos llama a profundizar en nuestra
vida de servicio y amor a los demás. La cruz es reverenciada cada vez que por
fidelidad al Señor nos acercamos de forma fraterna y solidaria a los
crucificados de nuestro mundo. Las cruces de esta vida nos dignifican, cuando
al tener que sufrir cualquier adversidad somos capaces de unirnos a Cristo y lo
ofrecemos por los demás.
En la cruz de Jesús se rompió para
siempre la dinámica destructora del odio y del mal, que sólo engendran más
dolor y rencor.
En la cruz, el Justo víctima de la
injusticia, se compadece de todos los hombres y sella su entrega con el perdón.
Con aquellas palabras de misericordia y compasión hacia quienes no éramos
dignos de ellas, Jesús completa su misión salvadora, porque no vino al mundo para condenar el mundo sino para que el mundo
se salve por él.
Esta es la luz que irradia la cruz de
Cristo, y que para nosotros los discípulos del Señor se convierte en gracia y
tarea.
Unidos todos en la cruz de Jesús,
anhelamos la promesa de la vida en plenitud. Sabemos que la muerte no es el
final, que aunque nos cueste cruzar el umbral de este mundo, nuestro futuro no
es incierto sino promesa realizada ya en la multitud de los bienaventurados.
Y también en la cruz descubrimos nuestra
tarea misionera y evangelizadora, a favor de todas las personas, en especial
los más necesitados, siendo para ellos testigos de la Buena noticia de Jesús.
La tentación más frecuente que los
creyentes solemos padecer es la de ocultar nuestra identidad para evitar la
cruz de la incomprensión, el rechazo y la burla a la que tantas veces nos vemos
sometidos. Caer en ella es como apagar la vela que ilumina el mundo. Si
nosotros, que debemos ser la sal de la tierra nos volvemos sosos, quién dará
sabor de auténtica humanidad a este mundo.
La fidelidad al evangelio sabemos que
conlleva sus dificultades, no en vano el santo Papa Juan Pablo II entregó la
cruz a los jóvenes a quienes convocaba a las Jornadas Mundiales de la juventud,
para que en todo momento tuvieran presente a quién y por quién entregamos la
vida. Sólo por Cristo.
Sólo en Jesús podemos descansar seguros y
vencer las adversidades, porque cuando nos creemos capaces de superarlas por
nosotros mismos, confiando sólo en nuestras fuerzas, es cuando más débiles
somos y mayor es nuestro fracaso. Asumimos la cruz de Cristo no por nuestras
capacidades personales, sino por la gracia de Dios que nos asiste y conforta en
todo momento. El Señor la ha llevado primero, y como buen cireneo se acerca
para compartir las nuestras y sostenernos con su amor.
Las Cofradías de la Sta. Vera Cruz, que
hoy celebran su fiesta mayor, y con ella las demás hermandades penitenciales,
encuentran en la Cruz de Cristo el baluarte desde el que vivir la fe, sabiendo
que la entrega amorosa del Señor, demanda de nosotros una respuesta fiel y
generosa para con nuestros hermanos, los hombres y mujeres de hoy, que necesitan
una palabra de aliento y esperanza.
La fiesta de este día precede a la
memoria de Ntra. Sra. de los Dolores que celebraremos mañana. Nadie como María
supo acoger en su alma el contenido de la Pasión de su Hijo.
Que ella nos ayude a vivir en fidelidad a
Jesucristo, sabiendo asumir las cruces de nuestra vida y también acompañar a
quienes las padezcan, pero que sobre todo nos muestre siempre que la cruz no es
la realidad definitiva, ya que la certeza de la resurrección es el fundamento
de una espiritualidad auténticamente cristiana.
Jesús crucificado nos muestra el camino,
la verdad y la vida, que en Cristo resucitado gozaremos para siempre, a él el
honor y la gloria por los siglos de los siglos amén.
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