DOMINGO XXXIV TIEMPO ORDINARIO
JESUCRISTO REY DEL UNIVERSO 2-11-15 (Ciclo B)
Terminamos el tiempo litúrgico ordinario
con esta solemnidad de Jesucristo Rey del Universo. Una fiesta en la que
reconocemos a Jesús como nuestro Señor, y en la que anhelamos la instauración
de su Reino entre nosotros; el nuevo Pueblo de Dios que animado por el Espíritu
Santo va desarrollando una humanidad nueva donde todos, sin exclusión, vivamos
la auténtica fraternidad de los hijos de Dios.
El Evangelio que hemos escuchado, narra
una experiencia en la que la realeza es sinónimo de poder absoluto. Poncio
Pilato con sus preguntas cargadas de recelo y descrédito busca desenmascarar a
un rival; sin embargo se encuentra ante un hombre sencillo, despreciado y
humillado que le desconcierta, porque en su debilidad reside su fuerza y su
palabra señala la verdad: “Mi reino no es de este mundo”, responde Jesús ante
la insistencia del gobernador.
El reino que Dios quiere, no encuentra en
este mundo su lugar apropiado. Y no es porque no se haya esforzado el Creador
en poner todo de su parte para que germinara ese proyecto de vida en plenitud
tan deseado para sus hijos. Su Reino no germina por la dureza de una tierra que
no se deja empapar, donde la terquedad del corazón humano sometido a sus
ambiciones, siembra de injusticia la realidad.
Dios ha enviado sus mensajeros delante de
él, hasta a su propio Hijo Jesús; y como
vemos en el evangelio que hemos escuchado, será sentenciado a muerte. El
rechazo de Dios y de su reinado es la realidad a la que ha de enfrentarse el
Señor antes de morir.
Y sin embargo nosotros hoy seguimos
confesando a Cristo como el Rey del universo y nos sentimos llamados a
favorecer el desarrollo de su reinado desde los valores permanentes e
irrenunciables del amor, la justicia, la verdad, la libertad y la paz.
Y es que Dios ha puesto este mundo en
nuestras manos y con ello nos está invitando a proseguir su obra creadora. A
través de nuestro compromiso con el presente, de nuestra implicación en los
asuntos temporales, hemos de avanzar en la consecución del reinado de Dios como
meta y horizonte de nuestras vidas. El Reino de Dios ha de germinar en todos
los ámbitos de la sociedad por medio de la implicación de los cristianos en
aquellas realidades donde se decide el destino del ser humano. Es decir, en la
vida pública.
Por eso, cuando los cristianos se
comprometen en el mundo sindical, o el de la política, y siendo elegidos de
forma libre y democrática reciben la confianza de sus conciudadanos, no reciben
un cheque en blanco para hacer lo que les venga en gana subordinando sus
convicciones a los intereses ideológicos, sino para que siendo fieles a su fe,
y a los principios morales que de ella se derivan, pongan todos sus esfuerzos y
sacrificios al servicio del bien común, la defensa de la vida humana, la
promoción y el desarrollo de los más necesitados, y la concordia y la paz entre
todos los pueblos desde la auténtica solidaridad.
Los cristianos comprometidos en la vida
pública no lo están para mimetizarse con el entorno, sino para que con su voz,
sus propuestas y trabajos, inserten una llama de esperanza y una bocanada de
frescura que proviniendo de su fe en Jesucristo, renueve los pilares de la
tierra cimentándola con los valores del evangelio.
Muchas veces se sentirán incomprendidos y
enfrentados a sus propios compañeros de grupo, otras sentirán la presión de la
comunidad eclesial que les exige más compromiso. Ciertamente no resulta
sencillo comprometerse con la realidad presente, pero esa es la vocación de todos
los cristianos, que según nuestras capacidades debemos asumir con coherencia y
fidelidad al Señor.
Para ello cuentan con el apoyo y la
oración de toda la Iglesia, y el estímulo fecundo del Espíritu Santo que los
alienta en su misión.
El reinado de Dios se va sembrando en
cada gesto de misericordia y compasión para con los más pobres y necesitados.
Esta ha de ser una labor constante de toda comunidad creyente y ha de marcar el
corazón de la vida social y de las leyes que la regulan de manera que éstas sean
realmente justas.
Los signos del Reino de Dios no pueden
ser percibidos si a nuestro alrededor se impone la desigualdad, la marginación
o la violencia. Y en los tiempos de especial dificultad social y económica,
como los presentes, mayores han de ser los esfuerzos por sembrar la semilla de
la esperanza desde el compromiso activo con los más desfavorecidos.
Por último, si algo destaca con vigor la
llegada el Reinado de nuestro Dios y así se ha podido escuchar siempre a través
de su extensa Palabra revelada, es la paz. Desde el momento del nacimiento de
Cristo hasta su muerte, Dios ha sembrado la paz en la tierra. “Gloria a Dios en
el cielo y paz en la tierra a toda la humanidad amada por Dios”.
La paz es el saludo y el deseo más
entrañable que se puede ofrecer. Una paz que sellada con el perdón de Jesús,
agonizante en el tormento de la cruz, abre la puerta a la reconciliación y a la
salvación de todos.
Hoy celebramos y confesamos a Jesucristo
como el verdadero y el único Señor del Universo lo cual nos ha de llevar a
trabajar por su reinado, con entrega y confianza. Sabiendo que este Reino no es
obra de nuestras manos, sino don de su amor y misericordia, y que aún siendo
conscientes de que el Reino de Dios no se puede dar de manera plena en el
presente, sometido al mal y al pecado, no por ello dejamos de entregar nuestra
vida para que de alguna manera vaya emergiendo, porque el Señor ha puesto en
nosotros su confianza.
Jesús no impuso su palabra ni sus
convicciones. Sólo las propuso con sencillez y eso sí, acompañadas en todo
momento con la autenticidad de su propia vida. Ni en los momentos más duros de
su predicación ni ante el abandono de los más cercanos cae en la tentación de
los atajos falsos, la ira o la condena a este mundo hostil. Su respuesta siempre
fue la mirada limpia para perdonar, el corazón dispuesto para amar y los brazos
abiertos para acoger a los demás.
Así iba sembrando su reino, y convocando
a él a ese Pueblo Santo que tomó forma de comunidad de seguidores, la Iglesia,
y que a pesar de los muchos avatares por los que ha pasado en la historia,
podemos sentir que su presencia alentadora sigue entre nosotros y nos anima a
mantenernos fieles a su amor.
Hoy damos gracias al Señor por conservar
fiel su promesa de estar a nuestro lado todos los días de nuestra vida, y
confiamos en que la fuerza de su Espíritu Santo seguirá animando nuestros
corazones para colaborar en la construcción de su reinado hasta que lo vivamos
plenamente junto a él en la Gloria eterna. Que así sea.
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