DOMINGO
III DE PASCUA
10-04-16
(Ciclo C)
Como vamos percibiendo a lo largo de este
tiempo de Pascua, la Palabra de Dios nos va desvelando las diferentes formas
con las que Jesús se manifestó a los suyos, de manera que pudieran comprender
que tras esa nueva apariencia, gloriosa y desconcertante, estaba el mismo que
había compartido sus vidas.
No hay ruptura entre el Jesús crucificado
y el Cristo resucitado. Son la misma persona, y aunque la mente humana no tenga
capacidad para escudriñar esta experiencia desbordante, la fe y la adhesión al
Señor nos hace capaces de acoger y asimilar en lo más profundo de nuestro ser
esta verdad que nos une y nos llena de gozo.
En este tercer relato de la presencia de
Jesucristo en medio de los suyos, son varios los elementos que el evangelista
San Juan ha querido dejarnos como testamento de vida. Primero la unidad entre
los discípulos. Necesitan estar juntos porque han sido demasiado grandes y
fuertes y las experiencias que acaban de compartir. En la soledad se dan demasiadas
vueltas a la cabeza para nada, y aunque todos necesitan de un respiro que les
ayude a asimilar todo lo vivido, se necesitan los unos a los otros para
compartir sus temores, sus dudas y sobre todo esa ilusión que empieza a brotar
con toda su fuerza.
Pedro, Natanael, Tomás, Juan, Santiago y
los demás, compartirían esa mezcla de alegría e incertidumbre que la muerte y
resurrección de Jesús les ha llevado a sus vidas. Y lo que han de seguir
haciendo es continuar la tarea, van a pescar, que en el lenguaje evangélico de
Juan significa echar la red en el mar del mundo para congregar a nuevos
hermanos que sumar al Pueblo de Dios que es la Iglesia de Jesús.
Y en esa labor surgen los sinsabores y
los fracasos. No han pescado nada. Por más que se esfuerzan en transmitir su
experiencia y mostrar con el ejemplo de sus vidas que el reino de Dios ya ha
llegado en la persona de Jesucristo, los comienzos apostólicos resultan
infecundos.
Y en la oscuridad de la noche se hace
presente el Señor, que les anima a volver a echar la red sin demora porque
tarde o temprano habrá quien escuche en su corazón la llamada de Dios y acoja
la invitación a formar parte de la comunidad eclesial. Alentados por el Señor
resucitado, la pesca, nos narra el evangelista, se vuelve abundante y fecunda,
153 peces grandes, que en el mismo lenguaje simbólico del evangelio expresa
todas las clases de peces existentes. Es como si el autor sagrado nos estuviera
diciendo que con la presencia del Señor en la acción misionera de su Iglesia,
todas las gentes y pueblos van a ser convocados a formar parte del único Pueblo
de Dios. Nadie quedará excluido de esta invitación que transformará la vida del
mundo porque el Reino del amor, de la paz y de la justicia ya ha sido plantado
y sus frutos comienzan a emerger con vigor y fecundidad.
Y el tercer signo esencial del evangelio
que hemos escuchado se nos muestra en la cena de los discípulos junto al Señor.
Jesús toma el pan y se lo da, y lo mismo el pescado. Quedan en el recuerdo
aquellas comidas donde en medio de la escasez se produjo el milagro de la
abundancia. Y sobre todo aquella cena última en la vida de Jesús donde se nos
entrega como alimento de salvación.
Desde entonces la comida fraterna junto
al Señor no es un aspecto más de la vida cotidiana, es la Cena del Señor, la
Eucaristía, el alimento que nos une a Jesucristo y a los hermanos, para ser en
medio del mundo sacramento de salvación.
Este tiempo pascual nos va a ayudar de
diferentes maneras a percibir estos aspectos fundamentales de nuestra fe. La necesaria
unidad entre quienes formamos parte de la familia eclesial, y cómo en esa
comunión existencial, en la manifestación explícita de nuestro ser hermanos los
unos de los otros, es donde se hace presente el Señor. Jesucristo resucitado se
ha vinculado de forma efectiva en medio de su comunidad de discípulos que le
seguimos con fidelidad y esperanza. Y aunque entre nosotros puedan expresarse
diferencias legítimas fruto de nuestra diversidad cultural, generacional e
incluso ideológica, todas ellas han de ser revisadas a la luz del evangelio del
amor y de la justicia que nos ha hecho hermanos en Cristo e hijos de Dios.
Porque en la división y en la ruptura de la comunión eclesial no está presente
el Señor.
Esa presencia de Jesús es la que nos
anima una y otra vez a trabajar con generosidad y entrega en la misión
evangelizadora a la que hemos sido enviados por nuestro bautismo. No somos
portadores de una tradición inoperante. Somos testigos de Jesucristo
resucitado, protagonistas de nuestra historia y colaboradores en la
construcción del Reino de Dios, bajo la acción del Espíritu Santo.
Todo esto es lo que cada domingo vivimos
y celebramos como comunidad cristiana entorno al altar del Señor. La Eucaristía
es fuente y culmen de nuestra vida creyente. En ella recibimos la fuerza y el
estímulo que Jesucristo nos entrega en su Cuerpo y su Sangre. Y a ella traemos
nuestras vidas y las de nuestros hermanos más necesitados para que al ponerlas
ante el Señor, él las transforme con su amor y nos llene de gozo y de esperanza.
Comunión fraterna en la unidad eclesial,
entrega generosa en la misión evangelizadora de la Iglesia y participación
plena en la celebración eucarística, son los pilares fundamentales de nuestra
experiencia cristiana. En ellos se sustenta el sólido edificio de nuestra fe y
por medio de ellos percibimos la clara presencia del Señor resucitado en
nuestras vidas.
Que hoy, sintamos esa presencia del Señor
que nos vuelve a pedir que echemos las redes de la esperanza, del amor y de la
fe en medio de nuestro mundo, y que al realizar esta misión dentro de la
comunión fraterna, podamos dar testimonio eficaz de nuestra fe en medio de
nuestro mundo.
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