DOMINGO V DE PASCUA
24-4-16 (Ciclo C)
El tiempo Pascual debe significarse por
la alegría y la participación de todos, en torno a la mesa de Jesús; una
alegría que se transmite de generación en generación en la confianza de que el
Nuevo Cielo y la Nueva Tierra, se van construyendo con la aportación de cada
uno de nosotros.
El libro del Apocalipsis nos muestra esa visión futura de los
creyentes. La vida vista desde la resurrección del Señor, tiene otro color y
matiz que la sitúan en el camino de la esperanza y del consuelo. “Ya no habrá
muerte, ni luto, ni llanto, ni dolor”. Jamás se ha realizado una promesa mayor,
que además esté avalada por la entrega de quien la realiza, y que pueda
suscitar la adhesión de todos los que anhelan su cumplimiento desde el
seguimiento de Jesucristo.
Este tiempo Pascual nos ayuda a releer
nuestra historia en clave de salvación. No la falsea ni la oculta tras débiles
ilusiones. La vida del ser humano sigue su curso con sus luces y sombras,
fracasos y logros, vida y muerte; pero desde la resurrección de Jesucristo,
podemos situarnos ante esta vida nuestra con un semblante distinto. No somos un
pueblo sin esperanza, ni dejamos que el desánimo venza ante la adversidad.
Caminamos en la vida con confianza porque sabemos que la última palabra de la
historia está escrita por Dios y pronunciada por su Hijo Jesucristo, y es una
palabra de eternidad y de gloria.
“Os doy un mandamiento nuevo”, anuncia
Jesús en medio de la Última Cena. Un mandamiento que resume todos y cancela
cualquier legalidad pasada. El mandamiento del amor: “Que os améis unos a otros
como yo os he amado”; que nos amemos todos de forma generosa y abierta, sin
egoísmos ni sospechas.
Este mandamiento del amor, que tantas veces
resuena en nuestros labios y repite nuestra mente, qué lejos está de
convertirse en una realidad plena. Cuanto odio, discordias, enfrentamientos y
muertes entre hermanos siguen mostrándonos el lado oscuro del ser humano y la
necesidad de conversión profunda al Dios de la vida.
El mandamiento del amor, es el gran
mandamiento de Dios; “amar al Señor nuestro Dios con todo el corazón y con toda
la mente y al prójimo como a uno mismo”; amar como el mismo Jesús fue capaz de
amarnos, hasta el olvido de sí mismo en favor de los demás, y en especial de
los más necesitados.
Si no hay amor entre las personas, carece
de sentido la vida. Una pareja sin amor se rompe, una familia sin amor es un
infierno, una sociedad sin amor estará condenada a su destrucción y una Iglesia
sin amor es una institución fría e inútil. El amor dignifica a la persona, la
llena de ilusión y la capacita para confiar en el futuro. El amor en la
comunidad eclesial es lo que da sentido a su labor evangelizadora y misionera
en el mundo, por amor anuncia el evangelio a todas las gentes, por amor sus
hijos viven entregados a los demás y en el amor encuentra, sin lugar a dudas,
la viva presencia del Señor resucitado.
El amor regenera la sociedad y continúa
la obra del Creador en medio de ella para que sea tierra fértil donde germine
la semilla del Reino de Dios. Ese amor al ser humano y al mundo donde se
desarrollan sus relaciones, es lo que nos compromete en el trabajo diario por
la justicia, la verdad y la paz.
Amarnos unos a otros como el mismo Jesús
nos amó, nos obliga a reconstruir los caminos rotos por el odio y el egoísmo.
Para poder llegar a desarrollar un amor
universal, generoso y desinteresado con los demás, se ha de empezar a vivirlo
entre los más cercanos; el hogar, los amigos y conocidos.
El amor al que se refiere Jesús, y al que
los apóstoles Juan y Pablo dedican capítulos importantes de sus cartas
pastorales, es un amor permanente, imborrable, incondicional y generoso. Es el
amor gratuito que se entrega sin esperar nada a cambio; el amor que no depende
de la respuesta del otro. Es un amor que se mantiene vivo pese a las
dificultades que surjan y que no se rompe por nada. Es un amor que no pone
condiciones ni desaparece aunque sufra la infidelidad del ser amado.
El amor de Dios al que se refiere Jesús
podemos asemejarlo al de una madre que vacía su corazón por completo en la
entrega a sus hijos. Pero todavía es más que este, porque si ese amor materno
por alguna incomprensible razón se apagara, el amor de Dios permanece vivo por
siempre.
La sensibilidad de nuestro mundo actual,
pervierte con frecuencia el sentido del amor. Se nos presentan los fracasos y
las rupturas amorosas de muchos famosos como algo tan natural que roza la
frivolidad. Eludiendo los momentos de dolor y de sufrimiento que ello conlleva,
e introduciendo una cultura donde los compromisos, por muy sagrados que sean se
pueden romper, y donde la palabra y la promesa realizada no tienen ningún
valor. De esta forma las generaciones más jóvenes crecen en un ambiente donde todo
carece de sentido, y en la que los valores del sacrificio, la entrega, el
perdón y la misericordia se subordinan al egoísmo infantil e irresponsable.
El amor que Jesús nos deja como
mandamiento suyo es aquel amor capaz de dar la propia vida por los demás. Es un
amor que no se guarda ni se mide. Un amor que no se paga ni se compra. Es el
amor que “disculpa sin límites, cree sin límites, espera sin límites, aguanta
sin límites”, porque como nos enseña San Pablo, este amor auténtico, que “no pasa nunca”.
Este es el amor que fue clavado en la
cruz y que ha regenerado al hombre para la vida eterna.
Es verdad que las relaciones entre las
personas, por mucho que nos queramos, siempre pueden atravesar por situaciones
delicadas, e incluso insostenibles, pero en honor a la verdad, de estas
carencias sólo somos nosotros los responsables. Nuestra capacidad de amar no es
la misma que la del Señor, es verdad. Sin embargo todos deseamos la plena felicidad
y sabemos que lograrla depende en gran medida de lo que cada uno esté dispuesto
a dar de sí mismo.
Hoy vamos a pedirle al Señor que nos
fortalezca en el amor. Que nos ayude a dar todo lo que esté en nuestra mano
para salvar lo que sin duda es lo fundamental de nuestra vida. Pedimos
especialmente por todos los esposos que atraviesan por momentos de
incertidumbre y sufren de corazón. Que nosotros sepamos comprender y acoger su
situación, y que en la medida de lo posible les sirvamos de ayuda eficaz a fin
de que encuentren, desde el respeto y la verdad, lo mejor para sus vidas, con
la ayuda de Dios.
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