SOLEMNIDAD DEL CUERPO Y SANGRE DE CRISTO
CORPUS CHRISTI 29-05-16
Un año más celebramos la fiesta del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo.
Memorial de su Pasión, muerte y resurrección, y Sacramento de su amor universal.
Precisamente por ese amor entregado para nuestra salvación, podemos unir en
esta fiesta del Corpus el día de la Caridad. Al compartir el alimento que nos
une íntimamente a Cristo nos hacemos partícipes de su mandato “haced esto en memoria mía”,
aceptando su envío en medio de los más pobres para compartir con ellos nuestra
vida y nuestra fe.
En esta fiesta litúrgica de hoy, la Iglesia nos
invita a profundizar en el don inmenso de la Eucaristía. Como nos enseña el
Vaticano II, "Nuestro Salvador, en
la última Cena, la noche en que fue entregado, instituyó el sacrificio
eucarístico de su cuerpo y su sangre para perpetuar por los siglos, hasta su
vuelta, el sacrificio de la cruz y confiar así a su Esposa amada, la Iglesia,
el memorial de su muerte y resurrección, sacramento de piedad, signo de unidad,
vínculo de amor, banquete pascual en el que se recibe a Cristo, el alma se
llena de gracia y se nos da una prenda de la gloria futura" (SC 47).
Desde esta fidelidad
al don recibido de manos del Señor, no podemos separar la eucaristía de la
caridad. Los cristianos que nos reunimos para escuchar la palabra del Señor y
compartir el pan de la vida que él nos da, hemos de prolongar esta fraternidad
eucarística en el mundo nuestro, junto a los hermanos que carecen de afecto, de
medios, de una vida digna y feliz.
No todo el mundo vive dignamente, de
hecho somos una minoría los que en el mundo actual podemos agradecer esta vida
digna. La mayoría de la población mundial carece de los recursos necesarios
para una subsistencia adecuada. Y en vez de acoger su precariedad para
sentirnos solidarios con ellos, muchas veces nos fijamos en aquellos que se
enriquecen con facilidad y rapidez poniéndolos como modelos a seguir, y hasta
envidiándolos por su opulencia.
Una cosa es luchar
legítimamente por alcanzar esa vida digna a la que todos tenemos derecho y otra
muy distinta la ambición desmesurada que al final nos endurece el corazón hasta
llevarnos al egoísmo y a la idolatría del dinero.
La entrega de
Jesucristo en la cruz, nos abre la puerta de la redención. Y aquella entrega
viene precedida de una vida sensible para con los necesitados, los enfermos,
los pobres y los marginados.
A Jesucristo
resucitado se llega por medio de una vida ungida por el Espíritu de Dios para
anunciar la Buena Noticia a los pobres, la libertad a los oprimidos, la salud a
los enfermos y la salvación para aquellos que acogen este don de Dios.
Cristo nos dejó su testamento en el cual
nos ha incluido a todos y no sólo a unos privilegiados. La vida en este mundo
es injusta y desigual no porque Dios lo haya querido sino porque nosotros lo
hemos causado. Dios no quiere que haya pobres y ricos, rechaza la injusticia
que causa este mal, y nos llama a su seguimiento a través del camino de la
auténtica fraternidad y solidaridad.
Este testamento de Cristo lo actualizamos
cada vez que nos acercamos a su altar. Su Cuerpo y su Sangre entregadas por
nosotros, y compartidos con un sentimiento fraterno y solidario, nos unen a la
persona de nuestro Señor Jesucristo y a su proyecto salvador. Por eso “cada vez
que comemos de este pan y bebemos de este cáliz, anunciamos tu muerte y tu
resurrección hasta que vuelvas”.
Por eso, cada vez que comemos y bebemos
el Cuerpo y la Sangre del Señor, nos unimos vitalmente a Cristo para prolongar
con nuestra vida y entrega, su obra misericordiosa en medio de nuestros
hermanos más necesitados, a los cuales somos enviados como testigos del amor de
Dios.
La caridad no se hace, se vive. No
hacemos caridad cuando damos dinero a un pobre, vivimos la caridad cuando nos
preocupamos por su vida, buscamos cómo atenderla mejor, y nos esforzamos por
acompañarle a salir de su situación para siempre.
Vivir la caridad es prolongar la
Eucaristía del Señor, su cuerpo y su sangre derramada por amor a todos, para la
salvación de todos. Las palabras que día tras día escuchamos en la Consagración
nos muestran que Jesús no economizó su entrega sino que fue universal y por
siempre.
Desde aquel momento en el que nacía la
Iglesia, ésta siempre tuvo como acción primera y fundamental, unida al anuncio
de Jesucristo, la vivencia de la caridad.
Atender a los pobres y necesitados estaba unido a la oración y a la
fracción del pan de tal manera que no se podía permitir que en la comunidad de
los cristianos alguien pasara necesidad.
En esta fiesta
debemos también recuperar la conciencia del don que el señor ha puesto en
nuestras manos. La Eucaristía hace a la Iglesia y la Iglesia hace la Eucaristía
(nos enseña el Concilio Vaticano II). Por eso la celebración eucarística
trasciende nuestra realidad local y se une a la vivencia universal de la
Iglesia. No podemos celebrar la eucaristía más que en la comunión eclesial, ya
que es el Señor quien se hace presente en medio de su pueblo, congregado en la
unidad del Espíritu por el vínculo de la paz.
Vamos a pedir en esta Eucaristía que el
Señor nos ayude a vivir con gratitud este don esencial para nuestra vida
espiritual. Sin eucaristía no hay Iglesia, y por lo tanto la fe se descompone.
Esforcémonos también, por recuperar nuestra capacidad solidaria y fraterna para
poder compartir con autenticidad el pan de la unidad y del amor.
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