DOMINGO XXIV TIEMPO
ORDINARIO
11-09-16 (Ciclo C)
La Palabra de Dios que hoy se nos
proclama, vuelve a insistir en lo que sin duda es el corazón de la fe
cristiana, la experiencia del perdón, como fruto del amor auténtico.
Y la liturgia de este día nos propone
tres miradas distintas para aproximarnos a esta realidad tan necesaria para
todos. La primera vendrá de la imagen que los israelitas tenían de Dios, la
segunda nos mostrará la experiencia de San Pablo y por último, en el evangelio
el auténtico rostro de Dios mostrado por su Hijo Jesús.
El pueblo de Israel ha vivido una intensa
relación con Dios. Ellos se saben escogidos por él, y liberados de la
esclavitud de Egipto, y a pesar de haber recibido tanto por parte del Señor,
cuando comienzan a pasar dificultades, y ante la ausencia de líderes adecuados
que les ayuden a caminar en la esperanza, se lanzan en las manos de los ídolos
fabricados por sus manos.
Esta ofensa a Dios deberá tener un
castigo ejemplar, y así nos narra el autor del libro del Éxodo ese diálogo
entre Dios y Moisés, dando a entender que la ira de Dios sólo ha sido aplacada
por la intervención del caudillo de aquel pueblo duro de cerviz.
Para los israelitas el justo castigo de
Dios se ha convertido en perdón por la intervención generosa de Moisés que ha
salido en su defensa. De ese modo comienza a cambiar la imagen del Dios
justiciero y vengativo, y emerge el rostro de un Dios capaz de desdecirse y de
mostrar misericordia y compasión, aunque el pueblo pecador no lo merezca.
Ningún otro dios de los conocidos en su
entorno aceptaría perdonar al pueblo sin recibir nada a cambio. Y el Dios de
Israel, por la intercesión de Moisés, comprende la debilidad humana y se
compadece de él.
La segunda experiencia es la vivida por
el mismo San Pablo. Él conocía la capacidad de perdonar de Dios por razón de su
fe judía, pero tras su encuentro con Jesucristo a quien con tanto fanatismo
perseguía, experimenta en sí mismo el amor y la misericordia de Dios. Como el
mismo apóstol cuenta, él era un blasfemo, un perseguidor y violento, no creía
en Jesús y con toda su ira atacaba a los cristianos. Y a pesar de todo el dolor
que había causado a su alrededor entre los que ahora eran sus hermanos, ha
sentido la misericordia de Dios y en el encuentro amoroso con Jesucristo ha
vuelto a renacer.
San Pablo no olvida sus orígenes, ni
niega la realidad de su pasado, pero tras su conversión profunda y verdadera,
ese recuerdo no es algo paralizante ni doloroso, sino el resorte desde el que
vivir una vida nueva, gozosa y plena en el seguimiento de Jesucristo.
Esta experiencia es muy importante para
nosotros, porque muchas veces, a pesar de celebrar el sacramento de la
reconciliación y de sabernos perdonados por el Señor, seguimos acercando a nuestra memoria y corazón, los remordimientos
del pasado, como si no nos creyéramos que Dios nos ha perdonado de verdad, y
dejando que nuestra desconfianza en el Señor nos paralice y agobie.
Si Dios nos ha perdonado, debemos
perdonarnos también nosotros. Si Dios no nos reclama nada, ni nos echa en cara
nada, tampoco nosotros debemos mantenernos en el pasado, sino que acogiendo su
gracia y su fuerza, miremos al futuro con confianza. Como nos dice San Pablo en
su carta: “podéis fiaros y aceptar sin reservas lo que os digo: que Jesús vino
al mundo para salvar a los pecadores”.
Y si eso no es suficiente tenemos el
relato del evangelio en el que el mismo Jesús nos muestra la intimidad del amor
de Dios nuestro Padre: “habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que
se convierta, que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse”.
Sentimientos que nos muestran el amor universal e incondicional de Dios para
con sus criaturas. Porque a ningún padre le sobra uno solo de sus hijos. Ningún
hogar se siente pleno cuando en él existen asientos vacíos. Ninguna familia
está sana cuando las rupturas y los abandonos agudizan la ausencia de alguno de
sus miembros.
Por eso la alegría de Dios por la vuelta
y el encuentro con sus hijos alejados se comprende con claridad si de alguna
forma vivimos esa experiencia paterna o fraterna.
Sólo cuando se ama de verdad sin
complejos ni condiciones, duelen las distancias de los nuestros. Cuando el otro
no nos importa y su vida nos resulta indiferente tampoco nos preocupa su distanciamiento
y olvido.
Dios nos llama a vivir con
responsabilidad nuestra realidad de hijos y hermanos. Lo cual no quiere decir
que todo valga, y que los malos comportamientos de unos carezcan de
consecuencias para los demás. Cuando alguien rompe la sana armonía, necesaria
en toda convivencia y lo hace de forma tan grave como lo es la violencia, la
opresión y la muerte, no podemos hablar de perdón y olvido como si nada hubiera
ocurrido. Una cosa es salir en busca de quien se pierde en el camino por
errores y fracasos comunes a todos, y otra muy distinta tener que ir tras aquel
que ni se arrepiente del mal provocado ni pide perdón a quien con tanta
gravedad ha herido. El perdón, que siempre es gratuito, necesita de la actitud
sincera de la conversión y de la reparación por parte del pecador, y así además
de recibir el gozo del perdón divino, podrá experimentar también la auténtica
acogida del hermano y su plena regeneración.
La verdad, que ha de iluminar nuestros
actos, nos lleva a reconocer nuestra responsabilidad, y así aceptar con
humildad las consecuencias de los mismos.
Pero lo mismo que sin la actitud de
conversión no es posible sanar la propia vida, sin la apertura al perdón por
quien ha sufrido el mal tampoco curará su herida. El rencor, el odio y el deseo
de venganza, lejos de solucionar nada, a quien primero destruye es a quien lo
siente.
Ninguna relación humana puede asentarse
en la venganza, y además de ser lo más contrario a la ley del amor instaurada
por Jesús, olvida su entrega salvadora en la cruz.
El perdón es lo más genuino y grandioso
de la fe cristiana. Ella nos exige una y otra vez abrirnos a la reconciliación
con los demás, a superar nuestros rencores y a establecer cimientos de misericordia y compasión. Que seamos capaces
de aceptar siempre este estilo de vida, y cuando sintamos serias dificultades
para ello, recordemos las palabras del Señor, por cuyo perdón en todos hemos
sido salvados.
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