DOMINGO
XXVI DEL AÑO
25-9-16
(Ciclo C)
Muchas veces encontramos a Jesús
utilizando anécdotas o historias mediante las cuales profundizar en la vida de
los que le escuchan y provocar en el oyente la conversión del corazón.
Así hoy S. Lucas nos narra este momento de la vida del Señor
en el que pone punto y final a toda una enseñanza de libertad ante la riqueza y
de solidaridad para con los pobres.
La semana pasada nos advertía de la imposibilidad de servir
a dos señores, y menos cuando son tan opuestos como Dios y el dinero. Hoy
insiste de nuevo para hacernos caer en la cuenta de algo fundamental. La bondad
o la maldad del corazón no depende sólo del mal que hacemos, sino también del
bien que dejamos de realizar a los demás.
Esta enseñanza de Jesús va dirigida a los fariseos, es
decir, a aquellos que son fieles a la fe judía, pero que se apegan en exceso al
dinero, poniendo en él su deseo y confianza y olvidando la permanente llamada
de Dios a la misericordia y compasión para con quienes carecen de todo.
El rico del evangelio no es acusado por Jesús de nada en
especial. No le llama pagano, ni malvado, ni destaca ningún defecto. Sin
embargo se pone de manifiesto su condena, no por el mal que ha hecho sino por
el necesario y urgente bien que debía hacer a un hermano del que se ha
despreocupado con indiferencia.
Ante la puerta de su hogar estaba el mendigo Lázaro,
cubierto de miseria y debilidad. Era un indigente, marginado y abandonado de
todos que ni tan siquiera podía acercarse a paliar su hambre comiendo las
migajas de la mesa del rico, las sobras que se tiran a la basura o a los
perros.
No tenía tampoco ningún mérito especial, de él no nos dice
S. Lucas que fuera bueno, ni piadoso, ni solidario, ni generoso, simplemente
que era un pobre cubierto de llagas y tirado en la cuneta de la vida.
Y para expresar con rotunda nitidez la dramática situación
en la que se encontraba, nos dice el evangelista que nadie se apiadaba de él, y
que sólo los perros lamían sus llagas. Es terrible la imagen que se nos
presenta, y negar su enorme realismo y actualidad, es dulcificar falsamente una
palabra veraz como la de Dios.
Pues bien, aunque todos los que lo rodean ignoren su
presencia, de este pobre miserable que el autor sagrado bautizó como Lázaro,
hay alguien que no se olvida, Dios. Y de hecho, su nombre significa “el ayudado
por Dios”, lo cual indica que ante Dios esta persona tenía una identidad
escrita en el libro de la vida y rescatada por la misericordia divina. El
anonimato del rico (llamado tradicionalmente “opulón”, no por ser su nombre,
sino como signo de su opulencia y derroche), expresa también el olvido de Dios
de aquellos que anteponen el ídolo del dinero al amor de quien les engendró a
la vida. Para Dios, no es indiferente el sufrimiento humano. No pide ni méritos
ni piedades, sólo se compadece ante la miseria y el dolor de todos sus hijos,
buenos o malos, porque como dice el Salmo, “el Señor hace justicia a los
oprimidos”.
El hecho de no socorrer al necesitado, pudiendo hacerlo, es
una agresión al mismo corazón de Dios. “Lo que no hicisteis con uno de estos
mis hermanos pequeños, tampoco conmigo lo hicisteis” (nos recuerda S. Mateo).
Hoy
la Iglesia de Bizkaia eleva su oración para agradecer a Dios el servicio, la
generosidad y la entrega desinteresada que tantos hombres y mujeres expresan en
la solidaridad y el amor para con los débiles por medio de nuestras cáritas
parroquiales y diocesana. Ellos son imagen del buen samaritano que, superando
prejuicios y temores, se acerca con amor y compasión al hermano necesitado para
curarle las heridas, conocer su necesidad y trabajar con responsabilidad para
que pueda recuperar la dignidad perdida o arrebatada por este mundo injusto.
Por medio de
ellos se extiende la mano amorosa del Señor que no hace distinción de personas
y que a todos ama con inmensa ternura, misericordia y compasión.
Cáritas como realidad eclesial que es, quiere introducir en
el mundo de la pobreza y de la precariedad humana, una aliento de esperanza, y
en la comunidad creyente una llamada a la conversión personal para liberarnos
de los ídolos que oprimen y manipulan para vivir la libertad de los hijos de
Dios.
El dinero y los
bienes materiales son necesarios para vivir, pero no pueden constituirse en la
razón fundamental de nuestra vida. Los voluntarios y voluntarias de cáritas
trabajan cada día con un único objetivo, dignificar la vida de los hermanos más
desfavorecidos. Y este trabajo consiste en la promoción integral de las
personas posibilitándoles las herramientas necesarias para la regeneración de
las mismas.
Cáritas
diocesana nos pide hoy junto a la aportación solidaria que en todas las
iglesias de nuestra diócesis se realice, una súplica especial para compartir la
oración y también nuestro tiempo. Hacen falta muchas manos más, capaces de
agarrar el arado para sembrar en nuestra sociedad la necesaria semilla de la
solidaridad que dé frutos de justicia. Eso es lo que pedimos al Señor. Que siga
suscitando de entre nosotros voluntarios generosos que den parte de su tiempo a
favor de los demás, y que toda nuestra comunidad sea siempre acogedora y
generosa para con los más desfavorecidos.
Y por último quiero destacar, que Cáritas no es una ONG más,
ni su finalidad es el ejercicio de la filantropía. Dios es amor, es caridad.
Por lo tanto el fin y el alma de la cáritas eclesial consisten en extender el
amor y la misericordia divina entre todos aquellos hijos suyos y hermanos
nuestros más desamparados. Por eso, aunque el ejercicio de esa misericordia
esté por encima de credos e ideologías, el anuncio explícito de Jesucristo por
medio de nuestra acción caritativa y del testimonio personal y comunitario, es
algo irrenunciable y necesario. Cáritas no es sólo un dispensario de recursos
materiales, es una puerta abierta para todos los hermanos más necesitados por
la que entrar a formar parte de este pueblo de Dios, en el que todos nos
sintamos hermanos y vivamos la auténtica fraternidad en el amor, la justicia y
la paz. Porque la mayor miseria que existe, por encima incluso de la material,
es carecer de fe, esperanza y amor, es decir, carecer de Dios en la conciencia
de nuestra vida, que nos ayude a vivir el gozo de ser hijos suyos.
Que el Señor bendiga con su gracia a todos los que
desarrolláis vuestro compromiso cristiano en esta dimensión constitutiva de la
Iglesia, y os siga animando y sosteniendo por la acción de su Espíritu para que
seáis en medio de nosotros manifestación del amor de Dios y expresión de su
infinita misericordia. Y que a todos nosotros nos ilumine la conciencia y transforme el corazón, para crecer en
sentimientos fraternos para con los hermanos más desamparados.
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