DOMINGO
III DE ADVIENTO
11-12-16
(Ciclo A)
El tercer domingo de adviento que hoy celebramos, es vivido
por la comunidad cristiana como el domingo del gozo “Gaudete”.
Y es que el camino que nos conduce a la
celebración del nacimiento del Señor, cada vez es más corto, y esa cercanía la
debemos vivir con ese sentimiento profundo de gozo y esperanza. El mismo
sentimiento que llenaba de dicha la penuria de Juan en la cárcel, anhelando la
manifestación del Esperado de los pueblos.
El evangelio de hoy centra su contenido
en la persona del Bautista, el mayor nacido de mujer, según el mismo Jesús.
Juan fue de esas personas especialmente
tocadas por Dios. Desde niño acogió en su alma la fe que sus padres Isabel y
Zacarías le transmitieron. No en vano ellos mismos se habían visto agraciados
por Dios en su ancianidad al recibir el gran regalo de su hijo.
Los relatos del nacimiento de Juan lo
asemejan mucho al del mismo Jesús. Y su madre Isabel va a comprender que este
don de Dios tiene una misión concreta, ser el precursor del Mesías.
En el encuentro entre María e Isabel, se
entabla un diálogo profundamente creyente; ahora comparten algo más que el
parentesco de la sangre. Por su fe se han hecho merecedoras de portar en sus
entrañas la obra salvadora de Dios, Isabel dará a luz a quien anuncie al
Salvador, María será la llena de gracia, porque de ella nacerá el Dios con
nosotros, Jesucristo el Señor.
Juan comprendió por esa fe recibida y
madurada en su alma, que Dios le llamaba a una misión especial. Según nos
relata el evangelio, pronto vivió la soledad del desierto y en austeridad para
entrar en una comunión más plena con Dios, conocer su voluntad y proclamar su
palabra. Retomar la misión de otro gran profeta del Antiguo Testamento, Isaías,
y volver a clamar, “en el desierto preparar el camino al Señor”.
Una preparación que a todos alcanza y urge para cambiar la
vida y así acoger de corazón el don que Dios hace a la humanidad entera, a su
propio Hijo encarnado en la persona de Jesús y por quien toda la creación será
reconciliada para siempre con su Creador.
La vida de Juan fue acogida por muchos
como una bendición de Dios. Su llamada a la conversión y a recibir un bautismo
que abriera la puerta a un estilo de vida nuevo, basado en la misericordia y en
el amor, fue seguido por aquellos que anhelaban una vida más digna y fraterna.
Pero la voz de Juan no sólo anunciaba la
cercanía del Salvador. También denunciaba la injusticia y la opresión; y no
sólo en el plano de la vida social, también se enfrentará al mismo rey Herodes
por llevar una conducta indigna de quien ha de ser modelo y ejemplo para los
demás.
Juan no será encarcelado por su anuncio
del Reino de Dios. Ni por llamar a la conversión de los pecadores, o señalar
próximo al Mesías.
Juan será apresado y ejecutado por
denunciar la infidelidad matrimonial de un rey, y entrar así con su denuncia en
la dimensión moral de la vida personal y privada de quienes por su cargo debían
de ser ejemplares para los demás.
Preparar el camino al Señor para
favorecer que su reinado se implante en nuestras vidas, no será posible si no
conlleva la conversión individual, la de todos sin excepción.
Ciertamente que la meta no es quedarnos
en el intimismo. Que la fe ha de vivirse y desarrollarse en comunión con los
demás de forma que sus frutos redunden en la transformación de toda la
realidad. Pero la única manera de poder transformar este mundo nuestro y
posibilitar la emergencia el Reino de Dios, es haciendo que primero Dios reine
en nuestros corazones y así, con nuestra vida renovada en su totalidad,
transparente y testimonie la verdad de una existencia totalmente entregada al
servicio del Señor y de los hermanos.
Jesús termina diciendo en el evangelio
escuchado, que no ha nacido de mujer uno más grande que Juan el
Bautista. De
nadie ha dicho jamás cosa semejante. La admiración que mostraba Jesús por la
obra y la vida de Juan, nos hacen ver la gran importancia que tuvo para el
desarrollo del plan salvador de Dios.
Sin embargo Jesús concluye, que el más pequeño
en el Reino de los cielos es más grande que él. Una afirmación que debemos
entenderla como el anuncio de una nueva era que se abre ante el mundo y que va
a ser instaurada por él. Con Jesús ha llegado el Reino de Dios tantas veces
anunciado, y sus signos ya van apuntando a una nueva humanidad; los ciegos
ven, los inválidos andad, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los
muertos resucitan, y a los pobres se les anuncia la Buena Noticia.
Juan vivía angustiado en su cautiverio por no poder seguir sembrando
el camino por el que venga el Salvador. Pero ante la respuesta de Jesús a
aquellos discípulos por él enviados, le hará comprender que su vida y su muerte
han tenido un sentido, y ciertamente ha merecido la pena dedicar su existencia
a preparar el camino al Señor.
Esa alegría de Juan es la que hoy
celebramos y es preludio de lo que estamos llamados a vivir con el nacimiento
de Jesús.
Nosotros debemos acoger con ilusión los mismos rasgos de la esperanza
del Bautista. Posiblemente nunca lleguemos a ver realizados nuestros sueños de
una humanidad renovada, fraterna y solidaria. Pero seguro que si nos dejamos
transformar por el Espíritu de Dios contemplaremos grandes signos de su amor en
nuestra vida y en nuestro entorno, familiar y social.
El tiempo de
adviento canta constantemente “Ven Señor Jesús”. Y Jesús ya vino hace dos
milenios, viene hoy en nuestro presente concreto, y vendrá a nuestro encuentro
en la consumación de nuestra vida. Pero su venida sólo es gozosa si es acogida.
Pedirle al Señor que venga, supone abrir nuestra vida para que entre en ella y
así habitados por su Espíritu, prolonguemos con nuestros gestos sencillos pero
eficaces, su obra de salvación.
Dios sigue enviando su mensajero delante
de los hombres para prepararle el camino. Y ese mensajero somos cada uno
nosotros. Que nos dejemos sorprender por su venida y así nos sintamos renovados
en la esperanza y el amor.
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