DOMINGO II DE ADVIENTO
4-12-16 (Ciclo A)
“Preparad
el camino del Señor”. Esta llamada del último gran profeta del Antiguo
Testamento, Juan el Bautista, nos sitúa hoy ante la cercana venida del Señor.
Así la Palabra de Dios que se nos anuncia nos invita a vivir desde la
conversión este tiempo de gracia y de esperanza.
El
profeta Isaías, en medio del exilio de su pueblo, cuando parece que ya se han
perdido las razones para mirar al futuro con optimismo, lanza una palabra de
aliento, “brotará un renuevo del tronco de Jesé”. Es decir, de este
pueblo abatido y humillado, similar a un palo seco y muerto donde no cabe
ninguna posibilidad para que crezca nada, Dios hará posible una vida nueva y
fecunda.
Su
mirada hacia el futuro nace de la confianza en ese Dios cuyo reinado va a
transformar para siempre la realidad presente. “De las espadas forjarán
arados y de las lanzas podaderas”, allí donde hoy sólo vemos violencia y
muerte, nacerá con vigor la paz y la justicia. Este es el gran acontecimiento
de nuestra historia de salvación. El primer canto que tras el nacimiento del
Señor se va a escuchar de boca de los ángeles hacia los pastores será “Gloria a
Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres que Dios ama”.
Es
por eso que no resulta extraño que todo el canto de Isaías sea un himno de paz.
La paz es un don de Dios; la paz supera nuestras intenciones personales e
individuales porque siempre es cosa de dos. Necesitamos esa paz y para ello
todos hemos de preparar el camino, como nos dice Juan el Bautista en el
evangelio.
La
paz sólo será posible si viene de la mano de la justicia y de la misericordia.
Así lo anuncia el profeta, dejando claro que en el corazón de Dios no hay
olvido posible del desamparado. El Dios de la paz es ante todo el Señor de la
misericordia que se fija en el dolor y el sufrimiento de los pobres, en el
llanto de las víctimas de este mundo insolidario y egoísta. El Dios de la paz
nos hace ver que en la raíz de los conflictos, violencias e injusticias, está
el abandono y el desprecio hacia los más necesitados.
Un
mundo como el nuestro dividido entre el norte y el sur, entre pobres y ricos,
jamás conocerá la paz mientras no trabaje por la justicia y la solidaridad que
brotan de la conciencia fraterna entre todos los hombres y pueblos. Y esta
conciencia de fraternidad universal sólo se puede sustentar sobre la base del
amor de Dios, Señor de la historia.
Dios
no juzgará por apariencias, ni sentenciará de oídas, nos dice el profeta.
Una sociedad como la que nos rodea, en la que tanto sufrimiento se genera por
el egoísmo y la violencia, no queda desamparada de Dios. Y aunque el presente
de nuestro mundo nos sobrecoja muchas veces, debemos seguir manteniendo la
esperanza a la vez que nos esforzamos para cambiarlo y mejorarlo.
Los cristianos tenemos una difícil tarea
para preparar la venida del Señor a nuestras vidas. Primero hemos de superar
las resistencias personales por las que todos atravesamos. No es fácil mirarse
a uno mismo y reconocer el gran camino que nos falta para vivir con coherencia
el mensaje del Evangelio. Cuanto nos cuesta vivir con honestidad la llamada del
Señor a ser prójimos los unos de los otros, y por lo tanto hermanos.
En segundo lugar también nos debemos al
compromiso por la conversión y transformación del entorno.
Los creyentes en Cristo debemos elevar
nuestra voz en aquellas situaciones donde los derechos de las personas y la
dignidad de los más débiles están en peligro. El miedo a la crítica y el
enfrentamiento, por muy natural que sea no nos justifica. La fidelidad al
mensaje de Jesucristo requiere del creyente un claro posicionamiento en favor
de los más pobres y abandonados, y esto exigirá de nosotros ir en muchas
ocasiones en contra de intereses económicos o incluso de nuestro bienestar
personal.
Celebrar
la fe cada domingo nos ha de ayudar a identificarnos con esos sentimientos de
Cristo donde por encima de sus miedos y de los rechazos sufridos, está la
fidelidad al Padre Dios que le ha enviado a anunciar la buena noticia a los
pobres, la liberación de los oprimidos, el año de gracia del Señor.
Y
este deseo se ha de concretar en lo cotidiano de nuestra vida, asumiendo
nuestro compromiso en la transmisión de la fe y sabiendo acertar a la hora de
explicitarla a los demás. Este tiempo cercano a la Navidad, donde se puede
percibir un mundo cada vez más secularizado y alejado de la fe, en el que
muchos se pueden preguntar el porqué de estas fiestas, su sentido y razón, los
cristianos debemos expresar su fundamento y origen con sencillez y naturalidad.
Las luces y adornos navideños sólo
encuentran su sentido en la realidad de la Encarnación de Dios, en el
nacimiento de un Niño que para nosotros es el Salvador, aunque para el mundo
entero sea sólo Jesús de Nazaret.
Los cristianos no podemos limitarnos a
celebrar un tiempo al modo del mundo pagano, debemos expresar con gestos y
símbolos la autenticidad de lo que celebramos, y para ello debemos preparar
nuestro interior personal y el exterior social que nos rodea. Nuestros adornos
y expresiones externos han de manifestar a quién esperamos con ilusión y
alegría, y que no es otro que a Dios hecho hombre, en la sencillez y pequeñez
de un Niño, ante quien oramos, y a quien adoramos porque en él reconocemos al
Hijo de Dios, nuestro Señor.
Que este tiempo que nos queda por delante
sea provechoso para todos, y nos ayude a preparar la venida del Señor a nuestra
vida, a nuestros hogares y a este mundo que tanto ansía, aunque a veces sin
saberlo, a su Salvador.
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