DOMINGO XXXII TIEMPO ORDINARIO
12-11-17 (Ciclo A)
Este mes de noviembre está especialmente
dedicado al recuerdo de nuestros seres queridos y que ya han pasado a vivir la
plenitud de la gloria de Dios. Los textos de la Sagrada Escritura que en estos
días se nos proclaman, desde la fiesta de Todos los Santos hasta el fin del
tiempo litúrgico ordinario con la fiesta de Jesucristo Rey del Universo, nos
invitan a traspasar con la mirada del corazón la realidad de esta vida presente
para confiar en la promesa del Señor y esperar con confianza nuestro encuentro
definitivo con él.
Nuestra vida ha de ser
vivida con toda su intensidad y consciencia. Ella es un regalo de Dios, quien
por su amor inmenso ha creado este mundo nuestro y en medio de él nos ha
situado para que naciendo a la vida humana y asemejándonos a su Hijo
Jesucristo, nazcamos a la vida divina a la que ha de tender toda la creación.
Así lo ha entendido el
autor sagrado en su libro de la Sabiduría. A ella, que es una forma de expresar
el ser de Dios la “ven los que la aman y la encuentran los que la buscan”.
Nuestro Dios, por medio de diferentes formas y experiencias, ha buscado siempre
relacionarse con el ser humano. Dios no es un ser lejano e impersonal que
permanece al margen de la vida de sus criaturas de una forma indiferente. La
experiencia de los Patriarcas y profetas descrita en el A.T., es para nosotros
un testimonio de la relación personal, cercana y amorosa de Dios con su Pueblo.
Claro que la lejanía
histórica y las diferentes realidades culturales nos pueden dificultar su
comprensión, pero por muy alejada que esté de nuestra propia realidad aquellos
hechos y experiencias narradas, sí nos queda suficientemente claro que nuestro
Dios no es un personaje distante del hombre, sino su Principio y Fin
fundamental, no en vano hemos sido creados a imagen y semejanza suya.
Sólo desde ese
sentimiento que nos vincula profundamente al Señor podemos cantar con el
salmista “mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío”. Sentir sed de Dios sólo
es posible si también se experimenta la sequedad del corazón. Y en nuestra vida
pasamos muchas veces por momentos de vacío, de oscuridad y también de frialdad
espiritual. En ocasiones los vivimos de una forma más inconsciente, y nos
aferramos a otras realidades creyendo que podemos llenar ese vacío con cosas
materiales o ilusorias.
Cuando nos alejamos de
Dios buscamos otros ídolos que llenen su hueco, y nos dejamos invadir por
realidades que aunque aparentemente ocupan su lugar siempre nos dejan insatisfechos.
Tomar conciencia de
esta verdad nos ayuda a recuperar un corazón sediento que nos orienta para
estar en vela, esperando y anhelando al único que lo puede saciar plenamente.
Una experiencia
similar es la que nos ofrece S. Mateo en el evangelio, y que en parte no hace
más que narrar la suya propia. Él también estuvo preocupado de las cosas
materiales, del dinero y del poder que le daban ser recaudador de impuestos. Su
lámpara se vaciaba del aceite de la misericordia y de la compasión de los demás
buscando satisfacer sus ambiciones y egoísmos, hasta que un día se topó con
Jesús.
En ese encuentro
descubrió su vacío interior y la riqueza humana que el desconocido le ofrecía.
Ante Jesús, Mateo descubrió su pobreza y pequeñez en claro contraste con la
vida plena que el Maestro le ofrecía. Y en ese seguimiento confiado y
agradecido, fue llenando su lámpara del mismo aceite del Señor; el amor, la
cercanía a los demás, el servicio generoso y la compasión ante los que sufren.
Un aceite con el que encender la lámpara que ilumine a los hombres para
mostrarles el camino que conduce a una existencia plena y gozosa.
La luz que irradia una
vida así va despejando las tinieblas del egoísmo, la injusticia y la
desesperanza. Ciertamente todos pasaremos en nuestra vida por momentos de mayor
oscuridad, de dolor e incertidumbre, especialmente cuando tengamos que afrontar
la prueba de la muerte.
S. Pablo es muy
consciente de ello y así nos invita, en
su carta a los hermanos de Tesalónica, a permanecer unidos desde la confianza en
el Señor. Porque “si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a
los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con él”.
La lámpara de nuestra
fe no sólo ha de alumbrar nuestra vida y calentar nuestra esperanza. Si somos
luz en medio del mundo es para iluminar a los hermanos cuyas fuerza flaquean, y
sostener en medio de las adversidades de la vida a quienes peor lo puedan
pasar.
Ahora bien, sólo
lograremos desarrollar esta misión si alimentamos nuestra experiencia de fe de
forma continua y profunda. Difícilmente podremos acompañar y sostener a quien
flaquea si nuestras fuerzas no nos sostienen a nosotros mismos. Eso es lo que
reprocha Jesús en la parábola a quienes no han previsto alimentar su lámpara
con el suficiente aceite. A veces nosotros podemos hacer muchas cosas por los
demás, entregarnos apasionadamente a proyectos y empresas que busquen la
promoción y la justicia entre los hombres, y eso es bueno y hay que hacerlo.
Pero si a la vez no alimentamos el alma que sustenta esa acción, la vida
interior de quienes nos entregamos puede ir apagándose hasta perder el sentido
por el que actuamos, y así podremos hacer cosas, pero sin el fundamento de una
fe que las anima y sostiene.
Hoy es un buen día
para ir revisando cómo está la lámpara de nuestra espiritualidad. Si vivimos
con el suficiente aceite que la alimenta y da vigor a la luz que desprende, o
si por el contrario nos despreocupamos un poco de su cuidado interior. Así al
celebrar esta jornada de nuestra Iglesia diocesana, podemos agradecer al Señor
que nos haya integrado en esta familia de amor y esperanza, donde hemos nacido
a la fe, y por ella nos hemos desarrollado como discípulos suyos en la comunión
fraterna. Nuestra Iglesia de Bilbao, es nuestra casa, y en ella vivimos con
gozo nuestra conciencia de hijos de Dios y de hermanos entre nosotros.
En la eucaristía
encontramos los cristianos la fuente de la que beber para calmar la sed y
reponer las fuerzas en el camino de la vida. En ella nos nutrimos y
fortalecemos para la misión evangelizadora en medio de nuestro mundo y,
alentados por la Palabra del Señor, sentimos cómo su Espíritu Santo nos sigue
sosteniendo y animando para vivir con gozo y esperanza en las realidades
cotidianas.
Pidamos en esta
celebración para que compartiendo una misma esperanza, vivamos con ilusión
nuestros compromisos pastorales y sociales, intentando transmitir a los demás
la fe que nos hace hermanos e hijos de Dios.
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