DOMINGO XXX DEL AÑO
29-10-17 (Ciclo A)
Al igual que el
domingo pasado, en el breve relato del evangelio de hoy, vemos como la
intención de la pregunta, tan importante por cierto, que plantean a Jesús, no
es tanto el contenido de la respuesta, sino ponerlo a prueba. El domingo pasado
esa prueba consistía en arrinconar a Jesús ante el delicado tema de pagar el
impuesto al imperio romano; una cuestión más política que moral. Pero hoy el
paso dado es más grande. Ahora se trata de que Jesús se defina ante la cuestión
fundamental para un judío, cuál es el mandamiento más importante de la ley.
Y Jesús contesta
resumiendo la ley de Moisés en dos preceptos fundamentales, y que además los
equipara por su semejanza. Lo primero amar a Dios con todo el corazón, con toda
la mente, con todas las fuerzas (alma, corazón y vida). Y al prójimo como a uno
mismo, este segundo ya está en la Ley de Moisés que narra el Levítico. (Lev 19)
Amar a Dios y al
prójimo desde el sentimiento y la empatía, desde la razón y la consciencia,
desde la justicia y la verdad. No se trata de palabras vacías, sino de tomar
postura ante la opción fundamental de nuestra vida, y situarla bajo la mano
amorosa de Dios orientándola a la vez, a vivir ese amor en la auténtica
fraternidad. Y Jesús no une estos mandamientos por casualidad, de hecho en el
libro del Éxodo que hemos escuchado en la primera lectura, después de que el
Señor entregara el Decálogo con los mandamientos de la Ley, los desarrolla
concretando su contenido en el texto que hemos escuchado. “No maltratarás ni oprimirás al emigrante, pues emigrantes fuisteis
vosotros /…/ No explotarás a viudas ni a huérfanos. Si los explotas y gritan a
mí, yo escucharé su clamor, /…/ Si prestas dinero a alguien de mi pueblo, a un
pobre que habita contigo, no serás con él un usurero cargándolo de intereses”.
Y concluye “Si gritan a mí yo los
escucharé porque soy compasivo.”
¿Con quién es Dios
compasivo?, con el emigrante y con el necesitado.
Dios manifiesta su
ira y su justicia frente a quienes oprimen y explotan a su pueblo. Y estas
palabras dichas hace más de tres mil años, siguen siendo la voz de Dios en el
presente, y una responsabilidad para quienes hoy somos sus testigos y
discípulos.
Porque también en
nuestros días hay emigrantes, hay viudas y huérfanos, hay oprimidos por los
intereses usureros, hay personas desahuciadas que no tienen donde caerse
muertas. Y podemos correr el riesgo de contentarnos con explicar la situación
por la crisis económica y quedarnos tan anchos, mientras la injusticia
subyacente a la misma se mantiene.
Cada vez más los
gobiernos pretenden blindar sus fronteras para reprimir al inmigrante. Nosotros
mismos amparamos y compartimos esas leyes buscando con ellas proteger nuestro
nivel de vida y bienestar, olvidando que hubo un tiempo en el que también
tuvimos que salir de nuestra tierra para buscarnos la vida en otros lugares.
A medida que
ganamos en cotas de progreso personal y familiar, tenemos bienes suficientes y
buena posición social, en vez de vivir una mayor solidaridad, nos encerramos
egoístamente creyendo que así nos aseguramos para siempre el futuro.
Estamos perdiendo
la capacidad de ver en el rostro del otro a un hermano, para considerarlo una
amenaza.
Y mientras unos
pocos se han enriquecido por medio del robo a espuertas y sin ningún rubor por
su parte, millones de familias soportan la miseria viendo a sus hijos pasar
toda clase de necesidades y penurias.
Pues la Palabra de
Dios de antaño, sigue resonando con fuerza en medio de su Iglesia hoy y
siempre, mientras nosotros tomemos conciencia de que nunca nuestra cómoda
posición puede silenciar la verdad ni acotar los límites de la justicia de
Dios.
Repetimos con suma
frecuencia, que Dios es compasivo y misericordioso, pero la compasión de Dios
no es algo con lo que se pueda jugar o
tomarse a la ligera. Porque como hemos escuchado, la primera compasión
de Dios es para con los que sufren y claman a él en medio de las injusticias
padecidas. Y Dios escucha ese clamor prometiendo su justicia, la cual caerá,
casi implacable, sobre los causantes de tanto sufrimiento. ¿Qué es lo que
aplaca esa ira de Dios, y que hace que también sea misericordioso? el
arrepentimiento y la conversión.
En nuestra sociedad
frívola y superficial, podemos caer en el error de confundir a Dios con un
títere a nuestro antojo, y que viviendo como nos dé la gana, él siempre nos
perdona, creyendo que eso significa tolerancia total. Y no, mis queridos
hermanos, tolerancia cero contra la injusticia y el abuso. Tolerancia cero
contra la soberbia y la opresión. Tolerancia cero contra la explotación y la
rapiña para con los más débiles del mundo. Dios perdona al pecador arrepentido,
pero es implacable contra el pecado. Así que tomando las palabras de S. Pablo
que hemos escuchado, ya podemos empezar a ser “un modelo para todos los
creyentes, convirtiéndonos a Dios, abandonar los ídolos y servir al Dios vivo y
verdadero” acogiendo con amor y solidaridad a nuestros hermanos más
necesitados.
La comunidad
eclesial de la que formamos parte, estamos llamados a ser sal y luz en medio
del mundo.
Y eso significa
caminar entre la fidelidad al evangelio y la mirada crítica a nuestro entorno.
Dios nos llama a vivir en el amor auténtico y fecundo que brota de la vida de
Jesús. El amó por encima de todo, con todo el corazón, con toda la mente y con
toda el alma, al Padre cuya voluntad buscó cumplir siempre. Y esa voluntad del
Padre se encarnaba en el amor al prójimo hasta entregar la vida por él.
Que también
nosotros podamos vivir esa espiritualidad encarnada que además de ser la única
auténticamente cristiana, es la que puede dar de verdad sentido a nuestra vida.
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