viernes, 9 de febrero de 2018

DOMINGO VI TIEMPO ORDINARIO



DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO

11-2-2018 (Ciclo B)

       Celebramos en este domingo, la jornada anual de Manos Unidas. Una campaña donde la solidaridad cristiana se hace extensiva a los países más pobres y necesitados del mundo, a través de la acción misionera y evangelizadora de la Iglesia de Jesús. Este año, además, coincide con la Jornada Mundial del enfermo, al celebrar en este día la memoria de la Virgen de Lourdes. El lema “comparte lo que importa”, nos ayuda a tomar conciencia de nuestra misión en medio de las necesidades de tantos hermanos víctimas de las injusticias y de las limitaciones, entre las que el mundo del enfermo es siempre una llamada a la cercanía y la solidaridad.

       Y es precisamente este aspecto de implicación personal, lo que vamos a contemplar al celebrar nuestra fe. Y para ello necesitamos la luz del Señor que orienta nuestros pasos según su voluntad, y nos ayuda con la fuerza de su espíritu y el consuelo de su amor de Padre.

       La Palabra de Dios proclamada nos sitúa ante la realidad del estigma humano bajo la forma de lepra, que separa y margina al enfermo alejándolo de la comunidad y condenándole a vagar en soledad y desamparo. La ley de Moisés marca al leproso como impuro y por lo tanto fuera de todo derecho que asiste a cualquier miembro de la comunidad judía. Esa impureza era entendida como consecuencia del pecado personal o el de sus antepasados, ante lo cual Dios lo castigaba, marcándolo para siempre, de forma que todos vieran y temieran su pecado, y obligándolo a vivir en la exclusión.

       Así ha sido entendida durante mucho tiempo la pobreza en el mundo, unas veces como culpa de los pueblos que no saben administrarse, otras debido a la mala suerte de las catástrofes naturales, o como fruto de guerras y violencias. Y si bien esta forma de pensar ha cambiado y ya nadie se atrevería a decir que la pobreza es culpa de los pobres, igualmente cierto es que sus consecuencias siguen siendo las mismas. Los pobres son cada vez más pobres, su miseria es cada vez mayor y la hambruna, la violencia y las enfermedades son los estigmas a los que están condenados.

       Y en medio de esta situación que hoy se nos presenta a los cristianos de todo el mundo, resuena con fuerza el Evangelio de Marcos, en ese encuentro entre Jesús y el enfermo de lepra;

       “Si quieres puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó diciendo: `quiero; queda limpio”.

       El clamor del leproso llega a Jesús en forma de desgarradora petición “si quieres puedes limpiarme”. Un grito de desesperación unido a un acto de fe en el vacío que encuentra una respuesta salvadora “quiero, queda limpio”.

El querer de Jesús lleva consigo mucho más que la buena voluntad. San Marcos nos muestra una actitud profunda del Señor, “sintió lástima”, se dejó afectar en lo más profundo de su ser por aquel hombre desesperado que acudía a su encuentro. Todo lo contrario a la pena infecunda que suscita en nosotros las imágenes lejanas del televisor y que en breves segundos son sustituidas por otras más agradables o superfluas. Jesús sintió lástima, el dolor que conmueve e indigna y que provoca su acción inmediata para cambiar radicalmente esa realidad injusta humanamente, y falsa en su implicación religiosa.

       Jesús rompe con la ley que impide acercarse y tocar a un leproso, “extendió la mano y lo tocó”. Por esa acción él mismo comprometía su vida ante los demás, porque según la ley, él también sería considerado impuro. Pero lejos de contentarse con ello, además le envía a presentarse ante los sacerdotes, guardianes de las normas de Moisés, para que cumpla lo prescrito por su purificación, de forma que se haga público todo lo sucedido. Así Jesús invalida públicamente aquel precepto que en nombre de Dios se había dictado y que excluía al enfermo de la comunidad y lo condenándolo a la miseria.

Sentir lástima ha de comprometer nuestro ser, llevándonos a implicarnos de forma activa y consecuente con la persona sufriente, de forma que nuestro gesto de solidaridad no humille a nadie y pueda regenerar la vida rota dignificándola para siempre. Y todo ello desde la gratuidad y la entrega desinteresada.

Los cristianos estamos llamados a ser en medio de nuestro mundo semilla de calidad humana. Los enfermos, los pobres y necesitados, las personas que sufren injusticias o cualquier debilidad, no son para nosotros invisibles ni podemos mostrarnos ante ellas con indiferencia. Son nuestros hermanos y hermanas, donde el mismo Señor se hace presente de forma sacramental, ya que él mismo nos indicó con indiscutible autoridad, que “lo que a estos hermanos necesitados hicisteis, a mí me lo hicisteis” (Mt 25)

       Este ha de ser hoy, por tanto,  el compromiso que brote de la mesa del amor fraterno. Mirar al hermano necesitado cercano o lejano con entrañas de misericordia. Mirarlos con compasión para ver el dolor del hambre, la enfermedad y la muerte, y descubrir el rostro de Dios que a través de ellos pide “si quieres puedes limpiarme”.

       Los misioneros, hombres y mujeres entregados a los demás, extienden su mano y ofrecen su vida para decir con ella “quiero, queda limpio”, y es a ellos a quienes hoy también acercamos a nuestra eucaristía para agradecerles su labor, alentarles en su misión y compartir solidariamente su compromiso a través de nuestras aportaciones económicas, y nuestra oración. Ellos son la mano de Dios que sigue sembrando esperanza y que nos recuerdan que es muy urgente hacer del mundo, la tierra de todos.

Que Dios nos de fuerza para ver esa realidad necesitada, y mucho amor para intervenir en ella de forma justa, solidaria y fraterna.

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