DOMINGO VI DEL TIEMPO ORDINARIO
11-2-2018 (Ciclo B)
Celebramos en este domingo, la jornada
anual de Manos Unidas. Una campaña donde la solidaridad cristiana se hace
extensiva a los países más pobres y necesitados del mundo, a través de la acción
misionera y evangelizadora de la Iglesia de Jesús. Este año, además, coincide
con la Jornada Mundial del enfermo, al celebrar en este día la memoria de la
Virgen de Lourdes. El lema “comparte lo que importa”, nos ayuda a tomar
conciencia de nuestra misión en medio de las necesidades de tantos hermanos
víctimas de las injusticias y de las limitaciones, entre las que el mundo del
enfermo es siempre una llamada a la cercanía y la solidaridad.
Y es precisamente este aspecto de
implicación personal, lo que vamos a contemplar al celebrar nuestra fe. Y para
ello necesitamos la luz del Señor que orienta nuestros pasos según su voluntad,
y nos ayuda con la fuerza de su espíritu y el consuelo de su amor de Padre.
La Palabra de Dios proclamada nos sitúa
ante la realidad del estigma humano bajo la forma de lepra, que separa y
margina al enfermo alejándolo de la comunidad y condenándole a vagar en soledad
y desamparo. La ley de Moisés marca al leproso como impuro y por lo tanto fuera
de todo derecho que asiste a cualquier miembro de la comunidad judía. Esa
impureza era entendida como consecuencia del pecado personal o el de sus
antepasados, ante lo cual Dios lo castigaba, marcándolo para siempre, de forma
que todos vieran y temieran su pecado, y obligándolo a vivir en la exclusión.
Así ha sido entendida durante mucho
tiempo la pobreza en el mundo, unas veces como culpa de los pueblos que no
saben administrarse, otras debido a la mala suerte de las catástrofes
naturales, o como fruto de guerras y violencias. Y si bien esta forma de pensar
ha cambiado y ya nadie se atrevería a decir que la pobreza es culpa de los
pobres, igualmente cierto es que sus consecuencias siguen siendo las mismas.
Los pobres son cada vez más pobres, su miseria es cada vez mayor y la hambruna,
la violencia y las enfermedades son los estigmas a los que están condenados.
Y en medio de esta situación que hoy se
nos presenta a los cristianos de todo el mundo, resuena con fuerza el Evangelio
de Marcos, en ese encuentro entre Jesús y el enfermo de lepra;
“Si
quieres puedes limpiarme. Sintiendo lástima, extendió la mano y lo tocó
diciendo: `quiero; queda limpio”.
El clamor del leproso llega a Jesús en
forma de desgarradora petición “si
quieres puedes limpiarme”. Un grito de desesperación unido a un acto de fe
en el vacío que encuentra una respuesta salvadora “quiero, queda limpio”.
El querer de Jesús
lleva consigo mucho más que la buena voluntad. San Marcos nos muestra una
actitud profunda del Señor, “sintió lástima”, se dejó afectar en lo más profundo
de su ser por aquel hombre desesperado que acudía a su encuentro. Todo lo
contrario a la pena infecunda que suscita en nosotros las imágenes lejanas del
televisor y que en breves segundos son sustituidas por otras más agradables o
superfluas. Jesús sintió lástima, el dolor que conmueve e indigna y que provoca
su acción inmediata para cambiar radicalmente esa realidad injusta humanamente,
y falsa en su implicación religiosa.
Jesús rompe con la ley que impide
acercarse y tocar a un leproso, “extendió
la mano y lo tocó”. Por esa acción él mismo comprometía su vida ante los
demás, porque según la ley, él también sería considerado impuro. Pero lejos de
contentarse con ello, además le envía a presentarse ante los sacerdotes,
guardianes de las normas de Moisés, para que cumpla lo prescrito por su
purificación, de forma que se haga público todo lo sucedido. Así Jesús invalida
públicamente aquel precepto que en nombre de Dios se había dictado y que
excluía al enfermo de la comunidad y lo condenándolo a la miseria.
Sentir lástima ha de
comprometer nuestro ser, llevándonos a implicarnos de forma activa y
consecuente con la persona sufriente, de forma que nuestro gesto de solidaridad
no humille a nadie y pueda regenerar la vida rota dignificándola para siempre.
Y todo ello desde la gratuidad y la entrega desinteresada.
Los cristianos estamos
llamados a ser en medio de nuestro mundo semilla de calidad humana. Los
enfermos, los pobres y necesitados, las personas que sufren injusticias o
cualquier debilidad, no son para nosotros invisibles ni podemos mostrarnos ante
ellas con indiferencia. Son nuestros hermanos y hermanas, donde el mismo Señor
se hace presente de forma sacramental, ya que él mismo nos indicó con
indiscutible autoridad, que “lo que a estos hermanos necesitados hicisteis, a
mí me lo hicisteis” (Mt 25)
Este ha de ser hoy, por tanto, el compromiso que brote de la mesa del amor
fraterno. Mirar al hermano necesitado cercano o lejano con entrañas de
misericordia. Mirarlos con compasión para ver el dolor del hambre, la
enfermedad y la muerte, y descubrir el rostro de Dios que a través de ellos
pide “si quieres puedes limpiarme”.
Los misioneros, hombres y mujeres
entregados a los demás, extienden su mano y ofrecen su vida para decir con ella
“quiero, queda limpio”, y es a ellos a quienes hoy también acercamos a nuestra
eucaristía para agradecerles su labor, alentarles en su misión y compartir
solidariamente su compromiso a través de nuestras aportaciones económicas, y
nuestra oración. Ellos son la mano de Dios que sigue sembrando esperanza y que
nos recuerdan que es muy urgente hacer del mundo, la tierra de todos.
Que Dios nos de fuerza
para ver esa realidad necesitada, y mucho amor para intervenir en ella de forma
justa, solidaria y fraterna.
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