DOMINGO II DE CUARESMA
17-03-19 (Ciclo C)
En nuestro itinerario hacia la pascua,
vamos avanzando a la luz de la Palabra de Dios que cada domingo se nos
proclama. Es el día del encuentro con el Señor y con los hermanos, que
congregados entorno al altar, compartimos la vida cotidiana para que iluminada
por el Evangelio y fortalecida con el Cuerpo del Señor, vuelva renovada a las
tareas de cada día.
Y en este segundo domingo de cuaresma
podemos detener nuestra mirada en la experiencia de los grandes personajes de
la Sagrada Escritura. En todos ellos se nos muestra con sencillez y claridad,
cómo ha sido su relación con Dios; una relación cercana, personal, fluida y
entrañable. Relación que no sólo afectaba a los protagonistas principales de
cada momento histórico, sino que era compartida por toda la comunidad creyente.
La historia de Abrahán que se nos narra
en el Génesis, es mucho más que la experiencia de nuestro padre en la fe. Son
los cimientos de una relación paterno-filial que en Jesús encontrará su momento
culminante, pero que desde siempre ha distinguido la fe del pueblo de Israel.
Porque esa fe no se sustenta en un
compendio de ideas y teorías sobre la divinidad, sino en la experiencia
concreta, personal y comunitaria que nace de una relación existencial y vital.
Ningún protagonista bíblico creía en el dios de otro por oídas, sino en el suyo
propio con el que entraba en esa relación mística y personal. Una relación real
que estaba fuera de toda duda, aunque el
fruto de la misma conllevara una respuesta confiada y radical.
Abrahán fue conducido por esa relación
con Dios hacia caminos insospechados para él, y en ocasiones aparentemente
contradictorios. Cuando Dios le promete una descendencia como las estrellas del
cielo, y él asiente entregándose a la alianza, tendrá que vivir la prueba de
ofrecer a su único hijo como sacrificio a Dios.
Sólo en la relación sólidamente edificada
en el amor y la fe, es posible responder con generosidad y convicción.
Así nos lo muestra también el evangelio
de este día. Los discípulos de Jesús van profundizando en el conocimiento del
amigo que los ha llamado. Hasta este momento narrado por S. Lucas, han
compartido momentos desconcertantes. Han visto y oído cosas totalmente nuevas y
que superan su capacidad de entendimiento. Se van dando cuenta de que Jesús no
es un maestro al uso, como los escribas y fariseos.
También viven con especial desconcierto
esa actitud de Jesús en la que trata con una familiaridad inaudita al Dios de
la Alianza, reinterpretando la Ley de Moisés de forma novedosa y, para algunos,
escandalosa.
Unos versículos anteriores a los que hoy
se nos han proclamado, el mismo Pedro, ante la pregunta que Jesús le lanza
sobre su identidad, le responderá con firmeza; “tú eres el Mesías de Dios”.
(v.20)
En este contexto, Jesús decide compartir
su experiencia espiritual de forma especial con algunos de ellos, y tomando a
los tres discípulos que van configurando el núcleo de los íntimos, Pedro,
Santiago y Juan, sube al monte a orar.
Y en esa experiencia de intimidad con el
Padre, el relato evangélico nos muestra a Jesús en su identidad divina, dentro
de la relación intra-Trinitaria. Su rostro transfigurado, unido a la voz de
Dios Padre que identifica y señala a su Hijo amado, reconocido como tal por la
Ley y los profetas representados en Moisés y
Elías, envuelve la vida de los discípulos que se encuentran desbordados.
Ellos sólo podían expresar lo bien que se sentían, y únicamente después del
encuentro con el Resucitado pudieron entender en su profundidad esta
experiencia.
Ellos vivieron por anticipado el
encuentro con el Cristo glorioso pos-pascual, lo cual les ayudó a reconocerlo
tras la dureza de la Cruz.
La oración de Jesús a la que en este
momento asisten, deja en ellos un poso esencial en su vida y que más tarde se
revitalizará en su propia experiencia personal. Sólo en la oración íntima,
cercana y confiada, se produce el encuentro con Dios. Encuentro que transforma
la existencia del hombre porque nunca le dejará indiferente.
Dios se da de forma plena al corazón que
con sencillez y humildad se abre a su amor, y su gracia desborda de tal manera
cualquier previsión humana, provocando en el hombre un cambio radical que lo
transfigura, para configurarlo más profundamente al modelo de Hombre Nuevo que
es Cristo.
Los discípulos que acompañaron al Señor
en este momento de su vida, vieron experimentar en él un cambio inexplicable,
pero en todo momento lo reconocieron con claridad. Era el mismo Jesús con quien
compartían su vida cotidiana, pero a la vez, se abría entre ambos un abismo de
identidades incapaces de comprender.
Compartir esa experiencia les convertía
en unos privilegiados y a la vez en portadores de una tarea nueva. Su deseo de
permanecer en ese ambiente divino que todo lo envuelve y conforta, contrasta
con la misión de seguir anunciando la novedad del Reino de Dios, del cual ellos
se han convertido en testigos oculares.
La transfiguración del Señor, revivida de
forma vigorosa tras su resurrección, les ha llevado a comprender que su destino
último, como nos enseña S. Pablo en su carta a los filipenses que hemos
escuchado, es que “Cristo nos transformará, según el modelo de su cuerpo
glorioso”. Es decir, que nuestro destino no está condenado al fracaso de la
muerte, sino a la promesa cierta de nuestra futura inmortalidad.
Lo acontecido en este momento de la vida
de Jesús y sus discípulos, nos ayudará a asumir el tramo que queda de camino
hacia la Pascua. Para eso hay que bajar de la montaña sagrada, para
introducirnos en la senda de la entrega y el servicio hasta el extremo.
Ahora hemos recuperado fuerzas en el
encuentro con el Dios vivo y todopoderoso. Es momento de acompañar a Jesús, en
su entrega salvadora.
Si el domingo pasado, el Señor vivió la
dura experiencia de padecer la tentación humana que desconcierta y angustia,
hoy recibe la fortaleza y el aliento que su relación con el Padre le infunde,
de manera que pueda llevar hasta el final su proyecto de vida.
Nosotros también recibimos esta misma
fortaleza en nuestra vida de discípulos, si como Jesús, dejamos que Dios nos
inunde con su gracia. Si dejamos que la oración personal y comunitaria sea
fundamento de nuestra vida; si nutrimos nuestra alma con el alimento vivificador
de su Cuerpo y de su Sangre, sacramento de su redención.
Los discípulos del Señor, que vivimos en
esta hora y tiempo, necesitamos de una espiritualidad asentada en los
fundamentos de la experiencia personal de encuentro con Jesucristo, de lo
contrario no podremos superar el camino hacia el Calvario al que cada envite de
la vida nos introduce. Que sepamos buscar esos espacios vitales, para que
reanimados y fortalecidos por su gracia, vivamos con gozo nuestra fe, y la
transmitamos con generosidad a los demás.
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