DOMINGO II DE
PASCUA
11-04-21
(Ciclo B)
Estamos inmersos en este tiempo gozoso que es la Pascua del Señor. El tiempo primordial en el que surge la Iglesia y con ella la experiencia comunitaria de una vida llena de esperanza y de gracia. Cristo ha resucitado, y este anuncio resuena de forma permanente en el corazón de aquellos que se sienten desbordados por la alegría de su fe.
Jesús, el Señor, sigue vivo y presente en medio de nosotros, y aunque las realidades cotidianas empañen esta mirada con sus sombras y oscuridades, en el tiempo de pascua recuperamos el impulso necesario para fortalecer nuestra fe y nuestra esperanza. Porque Cristo vive podemos esperar una vida semejante a la suya, donde la muerte no sea el final del camino, sino el paso a la vida definitiva para la que hemos sido creados en el amor del Padre.
La
fiesta de pascua, que en otros momentos fue compartida por los discípulos con
Jesús, es vista ahora con ojos bien distintos. Antes era el recuerdo de una
liberación pasada, de una experiencia rememorada por generaciones para
agradecer la misericordia de Dios con su pueblo.
Pero la nueva Pascua protagonizada por
Jesús abre el paso permanente para la vida en plenitud, donde la muerte es
vencida para siempre. En muchas ocasiones el Señor les había anunciado este
acontecimiento. Él tenía que seguir el plan trazado por Dios quien le había
ungido con la fuerza de su Espíritu para anunciar la buena noticia a los
pobres, la libertad a los oprimidos y a todos la salvación. Era el anuncio de su
propia entrega pascual, abriendo con ella el camino a la humanidad entera, de
manera que sea posible el paso de la opresión a la libertad, de la violencia a
la paz, del egoísmo al amor y a la justicia.
Y ese paso definitivo, su pascua, se
producirá al asumir ese proyecto de vida con todas sus consecuencias,
soportando el rechazo, la negación y la traición, el odio y la injusticia más
absolutas, haciéndose solidario con los crucificados de este mundo y padeciendo
su misma suerte y su misma muerte en la cruz.
El silencio del viernes santo se rompe de forma definitiva ante el estruendo de la gran noticia; ¡Cristo ha resucitado!, y ya la muerte no oscurecerá el horizonte de la humanidad, sino que se abre para ella la puerta de la vida en plenitud, la vida que no tiene fin y que es la palabra definitiva de Dios como destino último de la historia.
Esta experiencia humana que sólo se puede vivir si hemos sido tocados con el don de la fe, supone para los cristianos, el centro de nuestra vida. Somos discípulos del Señor Jesús, muerto y resucitado, y nuestro mensaje, el evangelio que somos impulsados a anunciar, se resume en la transmisión de esta verdad fundamental.
Sabemos que no estamos exentos de dudas y de
momentos de oscuridad. La experiencia de los apóstoles del Señor nos muestra
cuántas veces atravesaron ellos mismos por esas tinieblas que desconciertan y
que dejan a uno en la más absoluta de las incertidumbres. Tomás no era menos
fiel que los otros discípulos. El también quería de corazón a Jesús y le seguía
con el mismo entusiasmo y autenticidad. Pero la evidencia del Calvario se le
presentaba como la imagen imborrable que desgarra y ensombrece el alma haciendo
difícil albergar cualquier esperanza.
Ahora
salen sus hermanos con esa alegría extraña diciendo que se les ha aparecido
Jesús de forma clara, en persona. Que ha resucitado. Cómo creer que es verdad
cuando él mismo lo ha visto colgado en el madero de la cruz, expirando su
último aliento. Cómo dejar paso a la esperanza cuando todos huyeron despavoridos
ante el tormento de su amigo y Maestro.
Y
sin embargo son ellos mismos, los temerosos del Gólgota los que ahora se
muestran entusiasmados, transformados y renovados en su ánimo.
Las
palabras de Tomás ante el encuentro con el Señor, se han quedado en la
comunidad cristiana como expresión de confianza y gratitud, “Señor mío y Dios
mío”.
Sólo el encuentro con Jesús resucitado cambia la propia vida y la rejuvenece para siempre. Y este encuentro que en aquel momento se produjo de forma única e irrepetible, llega hasta nosotros a través de la comunidad cristiana.
La
sucesión apostólica y la transmisión de este testimonio de generación en
generación, es lo que nos hace herederos de esta fe y portadores de una misma
esperanza por medio del amor.
También nosotros anhelamos ser una única comunidad cristiana con un solo corazón y una misma fe, al estilo de aquellos primeros cristianos cuya vida se entregaba con generosidad y afecto.
Para
ello hemos de hacer que el saludo pascual de Jesús “paz a vosotros”, sea el
centro de nuestra vida comunitaria. La paz en el hogar, en la Iglesia y en el
mundo es cauce de fraternidad, camino eficaz en la construcción de un mundo de
hermanos y base de toda justicia.
La
paz tantas veces alterada y nunca instaurada por completo en medio del mundo,
es para los cristianos una tarea permanente y un deber fundamental de nuestra
fe en Cristo resucitado.
Por ello debemos dejar que la luz pascual ilumine nuestras vidas para tender puentes de encuentro entre los alejados, y superar las barreras que todavía separan a quienes estamos llamados a compartir un mismo futuro en concordia.
Pidamos
en esta Eucaristía que el Señor nos infunda su paz, y que nosotros la acojamos
con confianza y sin recelos. De este modo mostraremos con nuestro testimonio
personal el camino que conduce a una vida de hermanos que con un mismo corazón
y una sola alma, comparten su futuro en paz y esperanza.
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